La Vanguardia

Una tila a medianoche

La gesta de Robert Martínez logra que Bélgica se escriba con ‘b’ de Balaguer

- D. MARCHENA / M. GILI (FOTOS) Balaguer EL PERSONAJE

Robert Martínez nació predestina­do. Su madre se llama Amor Montoliu y su padre fue futbolista y entrenador. Pero nadie pudo imaginar jamás que aquel niño enamorado de una pelota y que seguía a todas partes a su hermana Antonieta, ocho años mayor, transforma­ría el ADN de su municipio, Balaguer. La capital de la Noguera, con tantas iglesias que podría disputar a Vic el título de la ciutat dels sants, es hoy la embajadora de los diablos rojos. Bélgica se escribe con b de Balaguer.

Esta es la historia de cómo llegó a selecciona­dor de Bélgica aquel niño introverti­do y buen estudiante (sacó matrícula de honor en el bachillera­to). En casa lo llaman Robert para diferencia­rlo del padre, Roberto. Pase lo que pase en el partido de hoy ante Francia, el hijo ya ha igualado el cuarto puesto de Bélgica en México’86, hasta ahora el mayor éxito del país en sus doce citas mundialist­as. La Vanguardia ha viajado al pasado de la mano de Amor y Antonieta. El padre no pudo compartir el viaje porque “anoche apenas durmió y está muy nervioso”.

La máquina del tiempo de la madre y la hermana del técnico revelación de Rusia es el álbum familiar de fotos. Robert con tres años y un balón casi más grande que él aparece con la equipación del Real Zaragoza, el club que idealizó desde niño porque allí jugó su padre (y en el Algeciras, el Vilanova i la Geltrú y el Balaguer).

“Yo también jugaré en el Zaragoza, papá”, decía. Y cumplió su palabra. Con 16 años se fue a las categorías inferiores del club aragonés.

La madre aún recuerda las noches que se pasó llorando, echando de menos al benjamín de casa y haciéndose la fuerte para que él no notase nada cuando llamaba, desde una cabina telefónica, siempre a la una de la madrugada, después de los entrenamie­ntos y de hacer los deberes.

En otra imagen se le ve junto a Antonieta, a la que adora, casi una segunda madre. “No íbamos a tener más hijos, pero llegó él y en casa trabajábam­os los cuatro”, ironiza Amor. Ella compaginab­a las tareas del hogar con el negocio familiar, Calçats Roberto. Su marido también estaba pluriemple­ado: profesor de gimnasia en colegios e institutos de la comarca y entrenador de Tercera División desde que colgó las botas. Así que si Antonieta quería salir con los amigos, no tenía más remedio que llevarse a su hermano, la mascota de la pandilla.

Ahí nació su sentido del pundonor y la competitiv­idad. “Era un niño entre adolescent­es. Si íbamos a la piscina o a jugar a fútbol sala, se tenía que esforzar al máximo para no quedar atrás”. Eso le curtió, aunque todavía era un niño desvalido cuando llamaba a su madre de madrugada y preguntaba: “¿Vendréis a verme este domingo?”. “Claro, como todos los domingos”, respondía ella, que tosía para que no se le quebrara la

Hasta mosén Pujol verá a los ‘diablos rojos’ en la pantalla que instalará el Ayuntamien­to en la fachada de su iglesia

voz y le decía: “Ahora vete a la residencia y pide que te hagan una tila, hijo mío”. Con 16 años estaba en Zaragoza. Con 21, recién licenciado en Fisioterap­ia, se marchó a Gran Bretaña. Fue un pionero. En aquella época, la Liga era importador­a de futbolista­s, pero no exportador­a. Su madre pensaba que sería una experienci­a breve y que “al menos serviría para que perfeccion­ara el inglés”. A punto de cumplir 45 años, su faceta como trotamundo­s se ha alargado tanto que hasta el fogonazo del Mundial era casi más popular en el extranjero que en su propia tierra.

En una cosa no ha cambiado. Sigue siendo muy tímido. Su familia no ha descubiert­o hasta hace muy poco que en Swansea hay una calle con su nombre. En todos los clubs británicos por los que ha pasado como jugador o como entrenador ha dejado huella. El Swansea fue conocido gracias a él como el Swanselona. Cambió los balonazos y el estilo tosco del equipo galés (cuando llegó le sorprendió que la mayoría de los delanteros estuvieran mellados) por un juego más ambicioso y de dominio. La parroquia local, que al principio enarcó las cejas, acabó considerán­dole uno de los suyos. Sólo así se entiende que Robert se transforma­ra en Bob y que “en las islas se le defina como un entrenador británico nacido en España”, como bromea Guillem Balagué, biógrafo de Messi y de Ronaldo.

Tampoco ha cambiado en las fidelidade­s. Siempre que puede, visita el bar El Parador, que regentan sus amigos Rafa y Antonio. El comedor es un museo y embajada belga, con fotos y bufandas de sus equipos. “¿Te puedes creer –preguntan– que hasta hace unos días ningún periódico deportivo español le hubiera dedicado una portada?”. Y allí está, junto a una bandera de Bélgica, la primera plana del As del 5 de julio, con una enorme foto suya.

Pero la mayoría de los recuerdos son del modestísim­o Wigan, con el que ganó la FA Cup ante el multimillo­nario Manchester City (“Gràcies per la força que he rebut des del Parador”). Bélgica le pidió que se hiciera cargo de su selección cuando el Everton, su siguiente club, lo despidió en el tercero de sus cuatro años de contrato. El resto de la historia ya se conoce: verdugo del Brasil de Neymar. Y Balaguer, como Santpedor gracias a otro entrenador catalán, entronizad­o en el mapamundi futbolísti­co. Hoy, en la plazoleta frente al Parador, el Ayuntamien­to instalará una pantalla gigante sobre la fachada de la iglesia de Sant Domènec. Hasta el párroco, mosén Pujol, ha dicho que irá a ver el partido. También irá una madre orgullosa, aunque esta vez la que tomará litros y litros de tila será ella.

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M.GILI / ARCHIVO FAMILIAR
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Amor Montoliu y su hija, Antonieta Martínez, sonríen ante una foto de Robert con tres años y con la equipación del club de sus amores, el Real Zaragoza de su padre
MERCÈ GILI La foto Amor Montoliu y su hija, Antonieta Martínez, sonríen ante una foto de Robert con tres años y con la equipación del club de sus amores, el Real Zaragoza de su padre
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