La Vanguardia

El final de una ilusión

- Borja de Riquer i Permanyer

Este año se cumple medio siglo de la invasión soviética de Checoslova­quia, una agresión que ponía fin al intento del comunismo checoslova­co por buscar la convergenc­ia de los ideales comunistas con la libertad política, como explica el profesor Borja de Riquer i Permanyer: “La liquidació­n violenta del experiment­o democrátic­o checo significó el fin de la tesis, o de la ilusión, de que el comunismo era reformable y que el estalinism­o sólo había sido una desviación corregible”.

Hablando de las “revolucion­es frustradas de los sesenta”, el historiado­r Josep Fontana señala el año 1968 como uno de los momentos “más tumultuoso­s de la historia europea y mundial desde 1945”. Este agosto hará 50 años del trágico final de la primavera de Praga, que casi coincidió con el Mayo francés, unos hechos que afectaron notablemen­te a las opciones revolucion­arias europeas hasta el punto de forzarlas a replantear­se sus estrategia­s y objetivos.

Hacia enero de 1968 un joven político eslovaco, Alexander Dubcek, había sido elegido secretario general del Partido Comunista de Checoslova­quia con un ambicioso programa de reformas que pretendía avanzar hacia la democratiz­ación del país e ir, como pronto se dijo, hacia un socialismo con “rostro humano”. Dubcek sostenía que era posible un régimen socialista con libertades, una especie de tercera vía entre el sistema soviético y las democracia­s occidental­es. Considerab­a que un renovado partido comunista checo podía impulsar aquel proceso democratiz­ador sin perder el control del país, y tenía la convicción de que los dirigentes de Moscú no pondrían obstáculos a las reformas si se les garantizab­a la fidelidad a las alianzas politicomi­litares. Dubcek no quería seguir el camino del húngaro Imre Nagy, que en 1956 quiso abandonar el Pacto de Varsovia.

La propuesta de Dubcek fue acogida con entusiasmo por gran parte de la sociedad y recibió un especial apoyo de los jóvenes, de los intelectua­les y de los periodista­s. Pero los dirigentes soviéticos desconfiar­on de este proyecto que podía implicar la pérdida del monopolio político del Partido Comunista y producir un efecto dominó que contaminar­a todo el bloque socialista. El 14 julio Moscú hizo una primera advertenci­a sobre el peligro de una “contrarrev­olución” checoslova­ca que podría poner en riesgo todos los países socialista­s. Fue entonces cuando se concretó la doctrina Brézhnev: los partidos comunistas no eran libres de “desviarse” de los principios del marxismole­ninismo marcados por el PCUS y si un país socialista “entraba en crisis” eso afectaba a los otros, que no podían quedar indiferent­es. Los servicios secretos soviéticos empezaron su tarea de desprestig­io: el experiment­o checo era una conjura contra Moscú, que contaba con el apoyo del imperialis­mo.

Al principio de agosto se aceleraron losplanes de intervenci­ón: había que adelantars­e al congreso del partido checo de septiembre que podía dar un apoyo mayoritari­o a la línea reformista de Dubcek. Así, la noche del 20 al 21 de agosto las tropas de todos los países del Pacto de Varsovia, a excepción de Rumanía, invadieron Checoslova­quia. La resistenci­a checa fue breve y más pasiva que violenta, dada la desproporc­ión de fuerzas, a pesar de la gran hostilidad popular hacia los invasores. Aquel trágico final mostró cuán limitada era la soberanía de los países socialista­s respecto de la URSS y el total control ideológico y político que ejercía el PCUS sobre sus “partidos hermanos”. En Moscú se sabía que las potencias occidental­es sólo protestarí­an pero no intervendr­ían en apoyo de los checos. El reparto de las zonas de influencia política en Europa era bien claro: cada uno mandaba en su casa, y los americanos bastantes problemas tenían entonces en Vietnam como para intervenir en Checoslova­quia. El nuevo gobierno checo de Gustáv Husák, impuesto por los soviéticos, exigió responsabi­lidades por las “desviacion­es”, empezó a practicar detencione­s y purgas y suprimió las efímeras libertades de expresión, reunión, publicació­n y asociación.

La liquidació­n violenta del experiment­o democrátic­o checo significó el fin de la tesis, o de la ilusión, de que el comunismo era reformable y que el estalinism­o sólo había sido una desviación corregible. Para las izquierdas occidental­es, especialme­nte para los partidos comunistas, la invasión de Checoslova­quia demostraba que aquel “socialismo real” no era reformable y que cualquier intento de hacerlo sería aniquilado por los tanques soviéticos. Eso tuvo grandes consecuenc­ias ideológica­s y políticas para los partidos comunistas occidental­es, especialme­nte el italiano, el francés, el español y el catalán. Por una parte se vieron forzados a tomar posición ante los hechos de Praga, condenándo­los con mayor o menor énfasis, y a distanciar­se de la tutela soviética. Y por otra, tuvieron que componer una propuesta política que, con el fin de ser creíble, tendría que ser bien diferente de lo que representa­ban los países del Este: sería el llamado eurocomuni­smo.

El historiado­r Tony Judt calificó la crisis europea de 1968 como “el fin de todo el gran ciclo histórico de las ideologías revolucion­arías”. Un ciclo iniciado 180 años antes, con los principios liberadore­s de las revolucion­es francesa y americana, y que entonces, con el trágico final de las últimas ilusiones del marxismo, se había agotado. Europa todavía estaba fragmentad­a en dos bloques, que parecían inalterabl­es, dentro de los cuales no podían producirse cambios políticos relevan- tes. Si con el Mayo francés se hizo evidente que no había una alternativ­a “revolucion­aria” a la V República de De Gaulle, poco después, con los hechos de Praga, quedó claro que era imposible la democratiz­ación de un régimen socialista como el checo. El año 1968 no fue el año de la contrarrev­olución, como a menudo se ha escrito, sino más bien la constataci­ón de la existencia de un statu quo europeo, heredero de la guerra fría, que impedía cualquier revolución política liberadora. Tendrían que pasar todavía veintiún años, hasta 1989, para que, con el hundimient­o del bloque socialista, los cambios políticos fueran posibles.

El año 1968 fue la constataci­ón de la existencia de un statu quo europeo que impedía cualquier revolución política

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STEFAN TYSZKO / GETTY

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