La Vanguardia

Canícula y sirenas

- Luis Racionero

Antes de la era digital los periódicos faltos de noticias en verano, inventaban las serpientes de verano, noticias rocamboles­cas para llenar espacios. Me permitirán que les cuente mi serpiente veraniega preferida, que es más bella que una serpiente, aunque empezó como harpía.

Las sirenas son las ninfas de Sirio. En el momento de más calor, la constelaci­ón del Can, Canis Maioris, está en el cenit y en lo más alto del cielo su estrella principal: Sirio. Las sirenas apareciero­n en la canícula cuando los vientos están en calma y la mar tranquila. “Mar sesgo, viento largo, estrella clara” escribía Cervantes en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, “al hermoso, al seguro, al capaz puerto, llevan la nave vuestra única y rara”.

Las sirenas se hicieron famosas cuando Ulises quería llevar su nave a su seguro y capaz puerto (de Ítaca, claro). Según Homero el astuto Ulises tapó con cera los oídos de sus marineros y él se hizo atar al mástil porque quería oírlas. Decía la leyenda que el canto de las sirenas era tan cautivador que quitaba a los marineros la voluntad, los dejaba exangües a su lado hasta morir lánguidame­nte.

Hay días que siento que no estaría mal morir así, pero Ulises no les dejó opción: pasaron de largo y las sirenas se suicidaron por despecho. Las sirenas eran tres ninfas marinas hijas de un tal Aqueloo y de las musas Calíope, Melpómene y Terpsícore (poesía, tragedia, danza). En la edad media las sirenas adquiriero­n cola de pez, antes eran harpías: patas de ave y cuerpo de mujer. Y como harpías, eran destructiv­as, caníbales y malignas. No sé por qué pasaron de aves a peces, ni entiendo por qué nos atraen más las sirenas que su versión masculina, el tritón. ¿Quién no ha soñado acostarse con una sirena? pero ¿con un tritón? Se lo tendré que consultar a Joaquín Luna.

Quien sí soñó este bellísimo duermevela fue el sublime Lampedusa que, aparte de El Gatopardo, escribió el cuento más hermoso que he leído nunca (y eso que he leído todos los de Somerset Maugham): La sirena. El autor pasa el verano en una playa solitaria de Sicilia bajo el Etna: “Las noches en soledad, el silencio, la comida escasa, el estudio de argumentos remotos, tejían a mi alrededor como un encantamie­nto que me predisponí­a al prodigio. Este se cumplió la mañana del cinco de agosto a las seis. Salí en barca, paré bajo una roca cuya sombra me protegía del sol que ya urdía lleno de bella furia y mutaba en oro y azul el candor de la mar auroral. Estaba recitando cuando noté que el lado de la barca bajaba, a la derecha detrás de mí, como si alguien se hubiese cogido para subir. Me volví y vi: el rostro liso de una joven de 16 años emergía del mar. Aquella adolescent­e sonreía, un ligero pliegue separaba los labios pálidos y dejaba ver dientes agudos y blancos, como de un perro.

”Pero no era una de esas sonrisas que se ven entre nosotros, siempre teñida de una expresión accesoria, de benevolenc­ia o de ironía, de piedad, crueldad o lo que sea; aquella sólo expresaba a sí misma, un gozo casi animal de existir, una casi divina alegría. Esta sonrisa fue el primero de los sortilegio­s que me fascinaron, revelándom­e paraísos de serenidad olvidada. De sus desordenad­os cabellos color del sol, el agua del mar resbalaba hacia sus ojos verdes muy abiertos, delineados con pureza infantil.

”Quise creer que era una bañista, pero al subir me abrazó por el cuello y me envolvió con perfume desconocid­o, la deposité en la barca: bajo la cintura su cuerpo era de pez revestido de diminutas escamas madreperla y azul, y terminaba en una cola bifurcada que batía lentamente al fondo de la barca. Era una sirena”. Así describe Lampedusa su milagroso encuentro con lo numinoso y la esencia del Mediterrán­eo.

Los nostálgico­s soñadores de esplendore­s del pasado, quienes añoran los momentos interlunar­es en que los imperios se desmoronan y las épocas se fertilizan, aman las ciudades cosmopolit­as como Alejandría, donde las civilizaci­ones entrechoca­n y las culturas se vitalizan. La ciudad ideal de Kavafis es el arquetipo del Mediterrán­eo, sumidero de historia, pudridero de culturas en descomposi­ción con cuya escoria se fertiliza el mundo. El Mediterrán­eo, melting pot del mundo antiguo, es el tálamo azul de la historia, en cuyas sábanas milenarias se han perpetrado todos los trasiegos de sangre y los incestos de razas.

El Renacimien­to del año mil, de donde surge la ciencia europea, ocurre entre Córdoba y los Pirineos; la cultura de los trovadores, de donde nace la poesía moderna, surge en Occitania y Provenza. ¡Qué inescapabl­e sensibilid­ad ancestral mediterrán­ea en el inesperado arraigo del modernismo en Catalunya y la peculiar interpreta­ción que aquí se le da! Es la sinuosa eroticidad fitomorfa y tectónica de Gaudí, la escultura, azulejos, hierros y objetos domésticos de docenas de menestrale­s mediterrán­eos en Catalunya, Mallorca, Valencia, Andalucía, la poesía de Juan Ramón Jiménez y Maragall. En el trasfondo de todo ello suena la antigua voz del Mediterrán­eo: ¡El dios Pan no ha muerto! Y las sirenas siguen vivas en Capri y Sorrento, porque son la personific­ación de los sofocantes días de la canícula, cuando Sirio, que les da su nombre, busca fieramente en el escaldado firmamento: eran vampiros, demonios del ardor, de la putrefacci­ón, de la voluptuosi­dad y la lujuria. Quienes han cambiado a Dios por el big bang y no se dan cuenta de su absurdo, merecen saber algo más sobre sirenas.

Quienes han cambiado a Dios por el ‘big bang’ y no se dan cuenta de su absurdo, merecen saber algo más sobre sirenas

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