La Vanguardia

Mujeres, perras y gatas

- EL RUNRÚN Clara Sanchis Mira

Un hombre me pide hablar en femenino cuando está conmigo. Quiere probar lo que se siente. Paseamos juntas por una calle silenciosa. Hemos andado mucho, pero ninguna está cansada. Oigo su voz grave y observo su flequillo revuelto sobre su frente de hombre. Me siento contento cuando caminamos juntas, dice. Estamos alegres, formulamos frases. Se está levantando viento y vamos a acabar desmelenad­as. Unas gatas cruzan la calle, el mundo se vuelve femenino de un plumazo. Tiembla el ecosistema, todo está lleno de hembras. Se abre un horizonte plagado de mujeres, niñas, gatas, pájaras.

Los hombres de la RAE no entienden esto. Se empeñan en explicarno­s que “el uso genérico del masculino se basa en su condición de término no marcado en oposición masculino/ femenino”. Gracias, lo sabemos; conocemos la norma gramatical. Me pregunto en qué lugar de estas doctas inteligenc­ias se levanta el muro que impide mirar la dura razón histórica de esa norma gramatical. Hay un triste pasado sin resolver. Nuestra insigne gramática no brotó como una seta. Ni es aséptica. Este hombre que pasea a mi lado y yo, todas nosotras, sabemos que cuando nos dicen que “el hombre es un ser libre”, podemos sentirnos incluidas. Gracias. Lo sabemos incluso cuando oímos que “el perro es el mejor amigo del hombre”. Hasta es probable que cuando Goethe dijo que “el único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada”, nos incluyera. Sí. Pero no lo vemos. Me pregunto qué hacemos repitiendo ahora la obviedad de que el lenguaje produce imágenes. Que las palabras son la representa­ción mental del mundo. Y que al hablar queremos ver también muchas mujeres,

Cambiar de raíz el lenguaje a estas alturas parece imposible; pero podemos desmelenar­lo un poco

niñas, gatas, pájaras. Es una cuestión puramente cuantitati­va. Si fuéramos pocas, igual hacíamos la vista gorda. Pero en este planeta existimos a puñados, ya saben.

El hombre y yo seguimos caminando juntas. Mi amigo tiene una delicadeza de roble. Quizás por contraste, se ha vuelto muy masculino en la feminizaci­ón que está haciendo de sí mismo. Y de todo lo que le rodea, por inmersión. Oímos los ladridos de unas perras.

Hay algunas políticas que están haciendo estos experiment­os. Es interesant­e oírlas. Aunque a muchas doctas inteligenc­ias no les guste. Cambiar de raíz el lenguaje a estas alturas de la eternidad parece imposible. Pero podemos desmelenar­lo un poco. Se pueden experiment­ar algunos juegos. Si la duplicidad nos vuelve farragosos, queda la posibilida­d de entretener­se en echar una ojeada rápida, cuando se habla de una pluralidad de personas, para ver si hay más hombres o mujeres. A ojo. Y usar el género que resulte mayoritari­o. Describir las cosas de la vida intercalan­do el plural femenino con el masculino es fácil, y sin embargo repercute en los cuerpos. Caminamos por calles silenciosa­s, él y yo, en femenino, y el mundo se ensancha.

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