La Vanguardia

Poderosa Croacia

- Xavier Aldekoa

Acude a su cita cada mañana, sin importarle si hace frío, viento o el cielo amenaza lluvia. Siempre en el mismo cruce, desde primera hora del día. En el barrio de Auckland Park, en Johannesbu­rgo, donde se cruza la Richmond Street y la Greenlands Road, un sintecho pasa las horas dirigiendo el tráfico. No es un cruce especialme­nte concurrido pero él agita los brazos para avisar de que hay vía libre, hace gestos con las manos para que los vehículos aminoren la marcha y lanza silbidos que imitan el sonido de un silbato. Los conductore­s ni le miran pero le da igual: vuelve al mismo sitio cada día. A veces, ni siquiera pasan coches pero él sigue moviendo los brazos, como si quisiera poner orden en un tránsito imaginario. Lleva una chaqueta negra gastada, tiene el pelo rizado y no es mayor, pero ya parece que la vida le ha pasado varias veces por encima. A mediodía, si hace sol, se tumba en una esquina, se tapa la cara con la chaqueta y se pone a dormir.

Me gustaría contarles una historia diferente, pero el chico –lo llamaremos Steven– dice que no tiene nombre, pasado ni futuro y que él hace lo que hace porque se lo pide personalme­nte el presidente de Sudáfrica. El miércoles se enteró de que este año se disputa la Copa del Mundo y de que el domingo Francia y Croacia juegan la final. Como lo descubrió cuando se lo dije, le pregunté si ya puestos tenía alguna preferenci­a para el vencedor. A Francia la conocía, claro, pero no sabía nada de Croacia, así que se lo apunté yo. Más o menos así: Croacia es un país de sólo cuatro millones de

En el barrio de Auckland Park, en Johannesbu­rgo, en el cruce de la Richmond Street y la Greenlands Road, un sintecho dirige el tráfico

habitantes, nacido hace sólo dos décadas tras una guerra terrible, y su liga es un torneo empobrecid­o, de los peores de Europa. La victoria de Croacia en la final, le vine a decir, es casi un milagro sobre el papel, pero tienen a Modric y a Rakitic y, ¡ah! juegan con corazón; como si todos fueran hermanos. Confieso que exageré un punto el dramatismo, por si Steven se veía reflejado en la épica del humilde.

Él asentía ante mis explicacio­nes y al acabar permaneció callado, con los ojos entornados. —Quiero que gane Francia –dijo por fin. Cuando fui a decir algo, me dejó con el interrogan­te en la boca.

—Porque son poderosos. Como yo. Yo soy poderoso.

Ayer por la mañana, Steven estaba de nuevo en el cruce de la Richmond Street. Alzaba el brazo derecho y movía el izquierdo muy deprisa, como un molinillo, para que los vehículos aceleraran la marcha. Yo iba en mi coche, así que bajé la ventanilla, y al pasar a su altura le enseñé el pulgar y le grité un fugaz “¡Vamos Francia!” con la mejor de mis sonrisas.

Steven me miró confundido, como si no supiera por qué demonios alguien le había dicho nada y se quedó un instante quieto, con el brazo derecho en lo alto y el izquierdo congelado. Con la mirada líquida. Poderosa.

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