Trump, huésped del año
EL Reino Unido todavía no lo había visto todo. Ha sufrido horas sombrías bajo las bombas, ha escuchado algunos de los mejores discursos políticos de la humanidad y ha sido escenario incluso de una victoria de la selección inglesa de fútbol en un Mundial allá por 1966. Pero nunca antes había acogido a un huésped tan peculiar, impertinente y contradictorio como Donald Trump, cuya visita a las islas puede entrar en los anales diplomáticos y auparle –de existir– al título poco honorífico de “huésped del año” y quién sabe si del siglo.
La comunidad internacional empieza a acostumbrarse al carácter mercurial de Donald Trump y a su indelicada forma de representar por el mundo a su gran país, Estados Unidos. Aun así, cuesta dar carta de normalidad al comportamiento del inquilino de la Casa Blanca por diversas razones, más allá del elemental respeto y deferencia hacia el país visitado y sus anfitriones. Donald Trump desembarcó en Londres con unas declaraciones críticas y nada diplomáticas sobre el modo en que la primera ministra Theresa May está manejando un asunto tan complejo como el Brexit. Es lo último que le faltaba a la dirigente conservadora: con amigos y huéspedes como Trump no necesita enemigos, que, por otra parte, le sobran...
El presidente estadounidense no sólo criticó el intento de May de alcanzar un Brexit blando con Bruselas –a los pocos días de una crisis ministerial que se saldó con las dimisiones de pesos pesados– sino que llegó incluso a decir que Boris Johnson sería “un gran primer ministro”, toda una bofetada a la premier May, enfrentada con Johnson por el Brexit. Ciertamente, hurgar en la herida es poco delicado y contraproducente para la líder de un país aliado, tan estrechamente aliado. Ayer, Donald Trump añadió a la torpeza uno de sus ya habituales giros copernicanos, que dejan la duda sobre si el presidente de Estados Unidos considera estúpido al resto de la humanidad: Theresa May está haciendo “un fantástico trabajo” –una de las frases favoritas de Trump– en lo que concierne al Brexit.
Ningún presidente de Estados Unidos ha ejercido con tanta facilidad su prerrogativa de granjearse antipatías innecesarias, con el consiguiente desprestigio para el cargo. Miles de manifestantes tomaron ayer las calles de Londres para protestar por la visita –cabe recordar los injustos dardos lanzados por Trump al alcalde de Londres en horas adversas tras un ataque terrorista–, lo cual no es novedad. La diferencia es que, esta vez, participaron muchos británicos no tanto por discrepancias ideológicas como por rechazo a una manera insultante de relacionarse con los demás. La única explicación es que Trump trata de agradar a su electorado más aislacionista con guiños demagógicos: el mundo exterior es presentado como el causante del desempleo, la incertidumbre y la pérdida de calidad de vida de esos estadounidenses, por lo que –en consecuencia– el mundo se merece estos ataques. Por momentos, Trump da la impresión de ser el propietario déspota de una empresa global que amonesta a diestro y siniestro en cuanto visita las delegaciones.
A la vista de cómo Donald Trump trata a sus anfitriones británicos no es de extrañar sus rifirrafes con Alemania, México, Francia o la OTAN. Habrá que ver su cita el lunes en Helsinki con el presidente Putin, el único dirigente mundial al que parece mantener el respeto propio de las relaciones diplomáticas.