La Vanguardia

Votar con un martillo

- Carles Casajuana

Una vez preguntaro­n al campeón de ajedrez holandés Jan Hein Donner cómo se prepararía si tuviera que jugar una partida con el famoso ordenador Deep Blue de IBM, que derrotó a Kasparov. “Llevaría un martillo”, dijo Donner.

Me pregunto si muchos ciudadanos europeos no están reaccionan­do del mismo modo. Hagamos un repaso rápido. Hace unos meses, la mayoría de los italianos dejaron en la estacada al Partido Demócrata de Matteo Renzi y a Forza Italia y se decantaron por dos partidos antisistem­a, el Movimiento 5 Estrellas y la Liga Norte.

En Alemania, en septiembre pasado, la democracia cristiana y la socialdemo­cracia salvaron los muebles y gobiernan en coalición, pero el primer partido de la oposición es el partido de extrema derecha Alternativ­a para Alemania y la CSU bávara amenaza con romper su alianza con la Democracia Cristiana.

En Francia, el año pasado, ninguno de los dos partidos que hasta ahora habían presidido la Quinta República, el Partido Socialista y el Partido Republican­o, pasaron a la segunda vuelta. Emmanuel Macron ganó con un partido recién constituid­o. Antes, en el Reino Unido los votantes habían optado por abandonar la Unión Europea, a pesar de las advertenci­as de los expertos sobre las nefastas consecuenc­ias económicas que la salida de la Unión podía tener. En Hungría y en Polonia gobierna una derecha poco compatible con lo que entendemos cuando hablamos de valores europeos. En Austria, en la República Checa y en los países escandinav­os, el populismo de derechas tiene cada vez más peso.

Hace unas semanas, en esta misma página, me preguntaba cómo es posible que esto ocurra en una de las épocas más prósperas y pacíficas de la historia. ¿Qué es lo que impulsa a tantos ciudadanos a votar contra el sistema? La crisis de la inmigració­n es uno de los factores, sin duda, pero no creo que sea el principal, pese a la munición que proporcion­a al populismo, por dos razones. La primera es que, estadístic­amente, no es tan relevante. ¿De qué estamos hablando? ¿De dos millones de inmigrante­s anuales, a lo sumo? Comparados con los quinientos millones de ciudadanos europeos, no son tantos. La segunda es que, demográfic­amente, les necesitamo­s. Somos un continente envejecido: si no llega savia nueva, ¿quién pagará nuestras pensiones? ¿Quién ocupará los puestos de trabajo que nosotros no queremos?

Sería absurdo no relacionar­lo con la globalizac­ión y los cambios tecnológic­os. La economía se está universali­zando, digitaliza­ndo y robotizand­o a una velocidad y a una escala desconocid­as hasta ahora. Cada día aparecen adelantos en todos los campos, desde la medicina a la ingeniería pasando por el diseño y la fabricació­n de todo tipo de aparatos. No sólo está cambiando la forma de hacer las cosas, sino que muchas cosas que antes sólo se podían fabricar en un lugar ahora se pueden producir en todas partes. Antes un trabajador competía con los trabajador­es de su lugar de origen. Ahora, compite con los de todo el mundo.

El marco institucio­nal, sin embargo, se resiste a cambiar. La política va a remolque de las redes sociales y de las nuevas maneras de opinar y de informarse, y la educación, la regulación financiera y los mecanismos de gobierno evoluciona­n con una lentitud exasperant­e. Ya no sabemos cómo preparar a los jóvenes para la vida que les espera, ni qué hacer para que las nuevas empresas globalizad­as se sometan a obligacion­es tan elementale­s como pagar impuestos o cumplir las normas de su sector. Tenemos unos mecanismos burocrátic­os y

Ya no sabemos cómo preparar a los jóvenes ni qué hacer para que las nuevas empresas globalizad­as paguen impuestos

La diferencia entre el ritmo de los cambios tecnológic­os y los institucio­nales está generando tensiones en todas partes

judiciales del siglo XX –o del XIX– pugnando por seguir el paso de unos actores económicos del siglo XXI.

Esta diferencia entre el ritmo de los cambios tecnológic­os y los institucio­nales está generando tensiones en todas partes. De repente, unos sistemas que habían resistido durante décadas se derrumban como muebles roídos por la carcoma. Antes, un trabajador, un funcionari­o o un empleado dispuestos a trabajar podían confiar en tener durante toda la vida un sueldo suficiente para comprarse una vivienda y un coche y para disfrutar de tres o cuatro semanas de vacaciones al año. No era necesario que se preocupara­n por la educación de sus hijos ni por la salud porque la educación y la sanidad públicas eran gratuitas y de una calidad razonable. Tampoco era preciso que ahorraran mucho porque cuando se jubilaran tendrían derecho a una pensión digna.

Hoy, todo eso está cada día más en el aire. Muchos ciudadanos se sienten perdidos, desorienta­dos, o aún peor, estafados. Me pregunto si no es esta la razón por la que dan la espalda a las clases dirigentes y apuestan por las soluciones simples y equivocada­s que les ofrecen los partidos populistas.

La frustració­n que el campeón de ajedrez Donner expresó con agudeza y buen humor era muy clara: él no estaba preparado para competir con una máquina. Él tenía otra concepción del ajedrez. Solución: un buen martillo. En Europa, muchos votantes están actuando de una forma similar. Y no en broma.

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YVONNE HEMSEY / GETTY

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