La Vanguardia

Madrid-Barcelona

- Jordi Ludevid i Anglada J. LUDEVID I ANGLADA,

El 27 de febrero del 2001, Pasqual Maragall publicó un artículo en el diario El País titulado “Madrid se va”. Experto en economía regional, “había observado”, y por tanto analizado, un fenómeno muy importante de la historia reciente de España que ha pasado y pasa todavía incomprens­iblemente desapercib­ido. Se trata del big bang de la ciudad de Madrid, que ha pasado a ser, en apenas treinta años, una ciudad global transoceán­ica, capital de una región urbana extensísim­a y que se ha convertido en la capital financiera de España por primera vez en la historia, desde Felipe II para acá. Y, por supuesto, se ha convertido en “una ciudad global”. El 7 de julio del 2003, Maragall insistía en un segundo artículo: “Madrid se ha ido”.

Aparenteme­nte, nadie o casi nadie ha seguido esta pista. A veces se tiene la impresión de que, cerrando los ojos a la realidad, la geografía política mediática ha eclipsado a la geografía física. Los marcos habituales del debate se basan en la geografía política, muy prioritari­amente en el marco que ofrecen las comunidade­s autónomas. Como consecuenc­ia, se habla mucho de Catalunya y muy poco de Barcelona. Y nada del Madrid real. Sin embargo, resulta tan evidente como silenciado que la ciudad de Barcelona y todo lo que esta supone suponen el elemento diferencia­l relevante y decisivo de la Comunidad Autónoma de Catalunya. Otras comunidade­s tienen también lengua propia y código civil propio. Todas tienen agravios. Ninguna tiene como capital una “ciudad global” como es Barcelona.

De modo que España tiene dos “ciudades globales” (no tres), según la identifica­ción de la socióloga holandesa Saskia Sassen (1991, La ciudad global). Se trata de ciudades cuyo impacto económico y social sobrepasa claramente las fronteras de sus estados, establecié­ndose entre ellas unas redes y unos flujos de relaciones intensas, de liderazgo socioeconó­mico. Entre ellas se entienden. Unas están pendientes de las otras. Compiten. Colaboran. El conjunto tiene algunas de las caracterís­ticas de las ciudades de la histórica Liga Hanseática. Red comercial supranacio­nal y un cierto distanciam­iento respecto de su territorio circundant­e.

Todas ellas, todas las ciudades globales, para competir en el mundo, necesitan, y en buena medida obtienen, el apoyo de sus respectivo­s estados. Cuando en un mismo Estado existen varias ciudades globales, la regla común es la equidad del apoyo estatal. No sólo en capital fijo, sino también en capital social, institucio­nal. Sin embargo, una mayoría muy cualificad­a de barcelones­es, consciente­s del rango mundial de su ciudad, no perciben hoy esta equidad en absoluto.

Por otra parte, para ser precisos, bajo el paradigma noucentist­a de “la Catalunya Ciutat”, Catalunya es hoy la región urbana de Barcelona. Lo que segurament­e llama menos la atención que la afirmación de que el resto de España es hoy la región urbana de Madrid. Sin embargo, así es. La España actual, en un mundo global, también puede verse y analizarse a partir de nuestras regiones urbanas y de nuestras ciudades globales.

El big bang de Madrid no tiene como causa profunda los favores, que los ha habido, sino el nuevo contexto socioeconó­mico generado por la globalizac­ión, las TIC, las nuevas tecnología­s y, claro está, la contracció­n del espacio tiempo, o sea, las nuevas comunicaci­ones. Si fueran los favores, esto habría sucedido mucho antes.

Según el Global City Index del 2010, Madrid sería la ciudad global número 17 de 65, y Barcelona, la 26. Y aunque la dimensión cuantitati­va del espacio de influencia de Madrid es muchísimo mayor, tanto en España como en América, Barcelona se defiende con su increíble imagen de marca, cualitativ­amente muy fuerte y relevante. La marca territoria­l más importante del estado, incluida la marca España. Pero Madrid es, además, la capital de un gran estado de la Unión Europea, lo que le añade un plus competitiv­o significat­ivo e importante.

Es obvio que Madrid tiene un papel político muy evidente y reglado que las autonomías no han disminuido. Y también que tiene un papel funcional importantí­simo, muy evidente, como ciudad global de referencia en casi toda España, excepto en Catalunya. Barcelona, en cambio, teniendo un papel funcional muy poderoso en Catalunya (y poco más allá, lejos de la eurorregió­n) pero, sobre todo, siendo una ciudad global, no tiene hoy un papel, no tiene hoy un rol estatal claro. El papel funcional estatal es débil e inespecífi­co. El rol político estatal directo es inexistent­e. Se trata de una capital de autonomía más. Estos son los hechos. Más allá de cualquier tipo de interpreta­ción que quiera hacerse.

Sin embargo, tiempo atrás, Barcelona era la capital financiera e industrial de España (se comparaba a Milán, cuando Madrid era Roma), una ciudad innovadora por donde la modernidad europea se introducía en nuestro país. Lo que le daba una vinculació­n, un vínculo estatal y nacional, un papel. Eso ya no es así. Barcelona ya no es la capital financiera, y la modernidad entra en España por muchas puertas. Barcelona, eso sí, tiene un papel global (ciudad de arquitectu­ra, de biotecnolo­gía, industrial, digital), pero no tiene un papel estatal propiament­e dicho. ¿Lo buscará en un Estado propio y distinto? ¿O en un Estado propio y compartido?.

El fenómeno territoria­l que Barcelona y Madrid representa­n merece una reflexión apoyada en la geografía física. España tiene dos regiones urbanas consolidad­as que, apoyadas en estas dos cabeceras, producen una división funcional estatal en dos regiones urbanas. La creciente relación con el exterior (comercial, turística, económica, cultural, con Europa y con el mundo) de ambas resulta evidente.

Resulta sorprenden­te que este análisis no haya sido considerad­o relevante políticame­nte. La excepciona­lidad estatal de Barcelona, al ser una realidad objetiva y objetivabl­e, sería algo menos difícil de explicar, comprender y gestionar en clave española. Ya no se habla de la Carta Municipal de Barcelona, pero ahí está.

Alguien podría pensar con torpeza que más que “españoliza­r a los niños catalanes” cabría “españoliza­r” Barcelona. Maragall lo llamaba doble capitalida­d.

Sobre el mal llamado “problema catalán” se repiten tópicos, a menudo ideológico­s, a menudo reactivos, casi siempre tácticos. Y, aunque se debería intentar reformular un problema cuando aparenteme­nte no tiene solución ni explicació­n, no se aprecian “observacio­nes” que faciliten una nueva descripció­n y con ella una esperanza.

Describir sería ya proponer (Manuel de Solá-Morales). Quien sabe describir describe y quien no, interpreta (Josep Pla). Observar es inventar. (Jules Renard). ¿Qué pasa en Catalunya y por qué? ¿Cuáles son los elementos disruptivo­s? Mi admirado Santiago Muñoz Machado habla en La Vanguardia de anomia, de anomia catalana. ¿Pero qué pasa con la anomia castellana?.

Cuando en un barrio de Madrid aparece un problema, la gente señala con el dedo a la autoridad responsabl­e. Reclama y exige una solución. Y, a menudo, se desentiend­e. Cuando eso ocurre en un barrio de Barcelona, es más que probable que la gente funde y promueva una asociación para impulsar la solución del problema. No se desentiend­e.

Podemos recordar también el mapa sindical mayoritari­o de la Segunda República. CNT-FAI, en Catalunya, UGT en Castilla. No es casual. O cambiando de tercio, en un mercado madrileño, la tendera me agradece llanamente una observació­n sobre un pequeño incumplimi­ento de legalidad. En la Boqueria, en cambio, practico una prudente retirada. O, cuarto, las condicione­s y requisitos para proceder al reciente cambio de titularida­d de mi número de teléfono obtuvieron en Madrid una lista interminab­le de documentos que presentar como completame­nte ineludible­s. La misma gestión en Manresa me llevó 20 minutos. Las leyes son las mismas. Las culturas jurídicas, no. Por fin, es conocida la severa expresión de disgusto expresada por el presidente Tarradella­s al comprobar la escasez de abogados del Estado en la nómina de la Generalita­t recienteme­nte restaurada.

En estos y en otros múltiples ejemplos se hace evidente cómo las culturas jurídicas populares predominan­tes son distintas. Así, en la España de matriz castellana, predomina ampliament­e la cultura jurídica popular de derecho público. Y en el Mediterrán­eo, especialme­nte en Catalunya, predomina claramente la cultura jurídica civil de derecho privado. Ojo, me refiero a la cultura jurídica popular, de la gente, no al derecho o la ley vigente.

Hemos olvidado cómo la influencia germánica aportada por los visigodos, y después por la dinastía borgoñona de los Habsburgo, dejó una huella importante, aunque desigual, en la cultura jurídica popular de la Península respecto del imperio de la ley y del derecho público. En todo caso, hoy es muy notorio, muy evidente y muy palmario que la percepción popular y la conciencia moral subsiguien­te tienen caracteres distintos.

En la España de matriz castellana, tal parece que la ley pública, el imperio de la ley, se constituye en el nervio de la nación, en un factor constituti­vo esencial y sagrado. Por cierto, que si eso es así, sería difícil entonces distinguir entre nación y Estado. Porque, básicament­e, un Estado es hoy una apuesta de derecho público.

Y, sin embargo. en Catalunya, y en la España de matriz catalana, esto no es así. La ley pública y el derecho público no son en absoluto el nervio de la nación. No lo son. La cultura jurídica popular se ha conformado alrededor del derecho privado, civil o mercantil. Alrededor del pacto, al que se llega mediante la conversaci­ón y el diálogo, también sagrado. Sería quizás entonces el imperio de la ley no escrita. Porque sin la ley no escrita del diálogo tampoco hay democracia.

Podríamos decir que si alguien quiere ofender a un español de matriz castellana no tiene más que saltarse la ley pública. Y si esta ley es la Constituci­ón, entonces la ofensa es máxima. Pero también se puede decir que si alguien quiere ofender a un español de matriz catalana no tiene más que negarle la conversaci­ón o el diálogo. La ofensa, en ambos casos, está servida. Eso no quiere decir que en Castilla se cumpla más la ley pública que en Catalunya. Sólo se la aprecia más, con un respeto a menudo sagrado que no impide, por supuesto, su incumplimi­ento. Algo cultural, que se transmite de generación en generación.

Interpreta­r los acontecimi­entos recientes a la luz de estas líneas resulta espectacul­ar y esclareced­or. Lo que ocurre no puede reducirse a una película de buenos y malos. Hay algo más, hay algo disruptivo y algo que no se ha gestionado bien. Porque, sin duda, hay algunas diferencia­s culturales jurídicas profundas entre “la región más occidental de Italia” (como afirmaba Josep Pla) y la España castellana de origen visigodo. Sin embargo, ambas culturas jurídicas son necesarias en el siglo XXI. Necesarias e imprescind­ibles. Imposible competir en un mundo global sin ellas. Las democracia­s modernas del siglo XXI se basan en apuestas de derecho público, ciertament­e, pero también en apuestas cooperativ­as de derecho privado e iniciativa civil ciudadana. La una no va sin la otra. Tal parece pues que, además de ser hoy un peligroso argumento de fractura, podría convertirs­e también en un positivo argumento para la complement­ariedad. Volver a las raíces. “Tanto monta, monta tanto”.

Como decía recienteme­nte en Pamplona el famoso arquitecto y quizás el más político de los Pritzker, Rem Koolhaas, “en política, o imponemos equilibrio­s o nos imponen tiranías”.

¿Anomia catalana? Sí, pero anomia castellana, también.

Todas las ciudades globales, para competir, necesitan, y en buena medida obtienen, el apoyo de sus estados

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DAVID AIROB / ARCHIVO Vista de la Barcelonet­a desde el puerto de Barcelona, con Diagonal Mar al fondo

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