Vigencia de Manganelli
Hoy hace dos meses, el 14/V, publiqué una columna que partía de un uso lingüístico que ahora parece prehistórico. El famoso Aprovechategui que le lanzó Rajoy a Rivera cuando empezaban las primeras tensiones. En aquel artículo, recuperaba otro falso apellido vasco lexicalizado para designar un estilo futbolístico basado en una defensa de cerrojo: Amarrategi. Y aprovechaba para añadir un tercero, este real y tomado del político vasco Iñaki Anasagasti, para designar un determinado tipo de peinado. El aludido me escribió para quejarse, de manera educada y amarga, y para transmitirme su insatisfacción. “No creo haberle hecho a usted nada para que me descalifique de esa manera”, concluía. Yo le hice llegar mis disculpas en privado, que ahora hago públicas, y me excusé apelando a un uso metonímico de su apellido igual como habría podido hablar del bigote Íñigo, en alusión a su compatriota José María Íñigo, o de una calva Yul Brynner. El político vasco, haciendo gala de su buen tono, me respondió: “Acepto sus disculpas pero treinta años de acción parlamentaria en Madrid y que sólo su alusión haya sido a esa metonimia de la que no sabía nada, me llama la atención”. Comprendo que se sintiera tratado injustamente, pero a mí lo que me llama la atención es que no lo supiera, cuando mi percepción es que todo el mundo había bromeado con ello. ¿De veras no le había llegado nunca ningún comentario? ¿En qué burbuja viven los políticos? De todos modos, le creí. La alopecia mal disimulada (por un peluquín o cubriendo la calva con los cabellos largos de un lateral) es como la halitosis o el adulterio, uno de esos detalles íntimos de los que el protagonista es el último en enterarse.
De hecho, Anasagasti apareció en aquel artículo de refilón, porque el motivo que me empujó a escribirlo era recuperar un uso de apellidos mucho más interesante que los epónimos (verbigracia, ser un fittipaldi o una celestina), fundamentado en la homofonía aproximativa. Los ejemplos que tenía en mente venían de la memoria familiar. Cada vez que tenía que pagar algo, mi padre decía “I ara, sant Paganini”, acogiéndose al eufónico apellido del compositor genovés. Otros, cuando quieren irse, pronuncian el apellido de Pirandello, si salen de excursión piden Bontempelli y cuando van al médico dicen visitar a Doctorov. En la caída de Rajoy y los líos de Corinna sobre el rey emérito Juan Carlos emerge con fuerza un nuevo ejemplo: Manganelli. Giorgio Manganelli fue un escritor polifacético. Su primera obra, la inclasificable Hilarotragoedia, ya trazó su camino. Es un verdadero tratado, erudito y lleno de humor, sobre la condición humana: “l’uomo ha natura discenditiva”. Retrata de forma irrisoria la caída hacia la muerte, el Hades. Somos “hadesdestinados”. La esencia no está en el alma sino en el ano, escribe, y más que del mono nos ve cerca de la rata. Manganelli se me antoja una lectura muy actual.
En la caída de Rajoy y los líos de Corinna sobre el rey emérito emerge con fuerza un apellido: Manganelli