La Vanguardia

La aspiración de la vida verdadera

- Juan Bufill

Ingmar Bergman tenía diez años en 1928, cuando el lenguaje del cine mal llamado mudo –solía ser acompañado por una música– llegó a su máxima expresión con The Crowd (La multitud ,o Y el mundo marcha), dirigida por King Vidor. El cine sonoro no tardó en lograr sus primeras obras maestras y, tras el también decisivo auge de la fotografía, el cine mereció ser calificado como “el arte del siglo XX”. La contribuci­ón de Bergman al lenguaje de ese nuevo arte en su vertiente narrativa fue fundamenta­l desde Fresas salvajes (1957) hasta Saraband (2003), que es un ejemplo de sabiduría cinematogr­áfica y vital.

El cine de Bergman es verdadero cine de autor. Primero porque los argumentos y guiones de las mejores películas que dirigió eran suyos, pero también por su valentía y acierto al realizar proyectos como Persona (1965), una película experiment­al, introspect­iva, libre, sin concesione­s y sin embargo estrenable en salas comerciale­s. También Hitchcock o Buñuel representa­n el mejor cine de autor, pero el romanticis­mo de Vértigo es ajeno al registro del director y fue una contribuci­ón personal del guionista Samuel Taylor. Y el origen de El ángel exterminad­or está en los cerebros de José Bergamín y Luis Alcoriza. La mayor parte de las películas son obras colectivas. Persona o El silencio no serían como son sin la contribuci­ón del director de fotografía Sven Nykvist, y tampoco cabe imaginar Saraband sin Liv Ullman y la música de Bach.

El cine de Bergman se puede y se suele situar en el marco de

Aspiraba a una vida y a un cine parecidos a la música de Bach, a esa belleza serena y salvada

una cultura escandinav­a donde destacan el teatro de Strindberg y de Ibsen, la filosofía de Kierkegaar­d, la pintura de Munch y el cine de Dreyer. Sin embargo, no puedo evitar relacionar el núcleo argumental de Persona con la obra de Marguerite Yourcenar Electra o la caída de las máscaras (1954), ni tampoco casi toda la filmografí­a de Bergman con el ensayo posfreudia­no de Erich Fromm El arte de amar (1956). Más allá del tema a menudo siniestro que parece principal (la esquizofre­nia en Como en un espejo, la guerra en La vergüenza o el cáncer en Gritos y susurros), creo que la cuestión que subyace en toda la obra de Bergman es la deseada –y no alcanzada o efímera– vida verdadera, la dificultad de ser con plenitud a pesar de las convencion­es familiares y sociales, la dificultad de amar y de ser amado a pesar de una naturaleza o una sociedad que favorecen el egoísmo y el autoritari­smo. Bergman aspiraba a una vida y a un cine parecidos a la música de Bach, a esa belleza serena y salvada, a pesar de la experienci­a de lo peor.

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BONNIERS HYLEN / AFP Ingmar Bergman rodando una película en los años sesenta
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