Asisto a bodas, discreción total
Otro año perdido: no me han invitado a ninguna boda en lo que llevamos del 2018. Como en el 2017. ¿Soy un fracasado social? Muchas risas, muchas copas, muchas divorciadas pero después ahí te quedas y nadie te invita a una boda, ni siquiera civil.
Supongo que si empezara por inmolarme el panorama cambiaría y sería correspondido. Antes de llegar a semejante extremo –si no me caso para comer paella en la costa, con menos razón–, he pensado difundir el siguiente anuncio: “Divorciado sin fines ulteriores se ofrece a mujeres como acompañante mansurrón para bodas de postín y populares. No pago ni cobro. Sí a todo salvo a llevar aguja en la corbata a la altura del pecho”.
Observo que muchas mujeres se sienten incómodas yendo sin pareja, acompañante o peón de confianza a las bodas. ¡Qué suerte tener dos o tres al año! Ya ni me acuerdo de la última. Las bodas de los otros son “una ventana de oportunidades” y constituyen un espectáculo grandioso pero hay mujeres que echan de menos, al parecer, un acompañante, como si las que se casaran fueran ellas.
Si abundan los masajistas complacientes y cantamañanas, ¿qué hay de malo en ofrecerse para algo tan noble como ir de pareja en un bodorrio? Yo, ante todo, prometo honradez y entusiasmo a cambio de ser uno más y poder
No es justo que nadie te convide a bodas cuando tantos amigos casados asisten por obligación
apostar sobre si la pareja de contrayentes durará más o menos de cinco años, sobre si el vestido de la novia es descocado o si el novio tiene más miedo que Cagancho.
No es justo que nadie te convide a bodas mientras que tantos amigos casados asisten por obligación a estos faustos enlaces. Ahora que el Mundial ha terminado y con vistas a la temporada alta de septiembre-octubre, es momento de ganarse el puesto y airear tan modestos méritos.
Es duro perderse la experiencia sensorial de ceremonias en las que apenas dejan hablar al cura, ya no tocan el dichoso vals y los suegros ni se saludan porque uno quería estar con su nueva pareja y el otro se niega en rotundo. Quiero, anhelo, ¡suspiro!... presenciar bodas todos los años y aplaudir, soltar una lágrima o incluso hundir la fiesta al grito casposo de “¡vivan los novios!” o “¡que se besen!”, sin descartar poner rumbo a la corbata del novio con unas tijeras gigantes y subastar las partes.
No haría ascos a ceremonias de segundas nupcias porque todo el mundo tiene derecho a votar a Puigdemont –¡ya tarda esa estatua ecuestre!–, a rehacer su vida sentimental o a creer en las fábulas de animales que piensan.
Caso de que nadie reclame mis servicios, propongo crear la figura del “invitado anónimo contribuyente”, un primo al que llamaremos sponsor, papel que llevo estos años ejerciendo a mi pesar: sufrago la fiesta a cambio de unos refrescos, cuatro bombones de foie y de que los invitados no me echen a patadas de su gran juerga.