La Vanguardia

Los modernos chivatos

- EL RUNRÚN Joana Bonet

El pasaje dormitaba dentro de la aeronave; habíamos alcanzado ya esa atmósfera en la que la voluntad se desparrama sobre los asientos y la noción del tiempo se convierte en lejanía. Pedí un zumo, y el asistente de vuelo lo derramó sin querer sobre mi mesa. Me pidió perdón y palideció. Le respondí que no pasaba nada, pero me confesó en voz baja: “Si algún compañero lo ha visto, tiene órdenes de informar al superior. Y por esto me pueden echar”. No le escondí que me parecía exagerado, a lo que añadió: “Es el management de la excelencia: no puedes fallar”. Nuestra sociedad, cada vez menos laxa y también más constreñid­a, quiere convertirn­os en vigilantes al acecho, porque el buen ciudadano es hoy un delator en potencia.

A mitad de los años sesenta e instalado en nuestro país, Orson Welles resumía a un par de jóvenes críticos de cine españoles la verdadera causa de la herida macartista en un impagable titular: “Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas”. Y añadía que “las izquierdas no fueron destruidas por McCarthy. Fueron ellas mismas las que se demolieron, dando paso a una nueva generación de nihilistas”. Pero, a pesar del cambio generacion­al, la delación ha quedado prendida en la solapa de la identidad social. Tras los escándalos de abusos sexuales en Hollywood, la cultura de la tolerancia cero ha prometido lejía y amoniaco, e incluso, de modo preventivo, trata a más de un justo de pecador.

En el protocolo fijado al firmar un contrato con algunas plataforma­s digitales, uno debe aceptar determinad­a manera de mirar a mujeres –y a hombres–, y hasta se minuta la duración del abrazo. Y, por

Nuestra sociedad quiere convertirn­os en vigilantes, porque el buen ciudadano es hoy un delator en potencia

supuesto, también se anima a atisbar al compañero y sacrificar­lo igual que un cordero si consideras que se ha pasado de la raya. Una frontera marcada con subjetivid­ad, que hace que algunos se sientan investidos del poder de defenestra­r al otro sin necesidad de más pruebas o juicios. El problema es el punto de vista, lo que significa para unos y otros pasarse de la raya. Entre la denuncia judicializ­ada ante un abuso y el descrédito indiscrimi­nado existe la misma diferencia que entre la categoría y la anécdota. Pero la difamación mediática, el victimismo que da share y el oportunism­o que confunde exigencia con despotismo –así le ha ocurrido a Lluís Pascual– componen la foto de un espíritu acartonado, gregario, poco abierto de miras.

Hace unos días vi a un mendigo en la tele, un nuevo pobre, joven aún, que dormía en la calle. Buscaba escondrijo­s, un cubierto para echar el saco. Pero siempre hay alguien, contaba, que se toma la molestia de llamar al orden para que lo expulsen de esos cubículos peor que a una rata. La frontera entre denuncia y delación es espesa, una niebla altamente peligrosa.

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