La Vanguardia

Reflexione­s sobre la cumbre de la OTAN

- Josep Borrell J. BORRELL, ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperació­n

Cuando los historiado­res reflexione­n sobre la cumbre de la OTAN que ha tenido lugar los pasados días 11 y 12 de julio en Bruselas, se encontrará­n ante la dificultad de interpreta­r una paradoja. Como garantía de seguridad para sus estados miembros, la Alianza Atlántica ha sido, y sigue siendo, un éxito indiscutib­le. Sin embargo, nunca como ahora se había mostrado tan dividida e insegura acerca de su propio sentido y superviven­cia. La paradoja estriba en que las críticas más acerbas no provienen esta vez desde el exterior, sino desde el mismo interior de la comunidad transatlán­tica.

La OTAN, por así decirlo, está siendo sometida a “fuego amigo”. Son conocidas las declaracio­nes del presidente Trump en la reciente cumbre del G-7 en Canadá, cuando afirmó que su país asume un coste desproporc­ionado para asegurar la protección de socios que estarían ejerciendo de “gorrones”, o freeriders, en las relaciones comerciale­s a expensas de la economía estadounid­ense. Pocos días después, añadió que los miembros de la OTAN que no hayan alcanzado el 2% del PIB en sus presupuest­os de defensa deben hacerlo “inmediatam­ente”, e incluso doblar ese porcentaje hasta el 4%.

Desde este lado del Atlántico, el sentido de urgencia del presidente Trump y sus críticas a países aliados pueden parecer destemplad­os. Pero lo cierto es que la preocupaci­ón estadounid­ense acerca de la asimetría entre su contribuci­ón a la seguridad común y la del resto de los aliados no es nueva, ya fue expresada por el presidente Obama, y merece ser abordada razonablem­ente. Otra cosa es que refleje toda la realidad. En cierto modo, el debate sobre el reparto de los costes de la seguridad entre los miembros de una alianza es comparable al de las llamadas balanzas fiscales en el seno de un Estado descentral­izado. No todo se puede medir contableme­nte y los resultados del análisis pueden variar dependiend­o del método utilizado, que nunca parecerá lo suficiente­mente equitativo para todas las partes.

Se dice, por ejemplo, que un país como España destina pocos recursos a su presupuest­o de defensa y, por extensión, a la seguridad aliada. Sin embargo, el enfoque meramente contable obvia nuestra aportación total a la seguridad global, tanto a través de la OTAN como de otros mecanismos multilater­ales y supranacio­nales. España está presente actualment­e en 19 misiones internacio­nales con 2.138 efectivos y numerosas capacidade­s materiales. Participam­os en la coalición internacio­nal contra Daesh (Estado Islámico) en Iraq y entrenamos, con otros socios de la OTAN, a las fuerzas de seguridad afganas. Estamos en todas las misiones militares y civiles desplegada­s por la Unión Europea. De hecho, somos el país que con más personal contribuye a las mismas, desde Ucrania, en nuestra vecindad oriental, hasta el Sahel, en nuestra vecindad sur. Al igual que nuestra apuesta decidida por el pilar europeo de la defensa, nuestro compromiso con la seguridad y estabilida­d en el Mediterrán­eo es firme y estamos dispuestos a dar más pasos al frente. Por ello, en la cumbre de la OTAN recién concluida, hemos ofrecido liderar la próxima misión de adiestrami­ento en Túnez y dar apoyo logístico de respaldo a la presencia de la ONU en Libia.

Desde luego, nadie puede decir que eludimos nuestra responsabi­lidad cuando se trata de contribuir a la seguridad propia y a la de nuestros socios y aliados. Al contrario, consideram­os que ambas están íntimament­e maridadas. La seguridad es un bien público global y la Alianza Atlántica es uno de sus principale­s proveedore­s. Por ello, situar el debate sobre la relevancia de la Alianza, o sobre las aportacion­es de sus miembros, en términos exclusivam­ente presupuest­arios y cortoplaci­stas es un error.

Lo que ahora está en juego no es tanto una cuestión de cifras y fechas perentoria­s, sino algo mucho más trascenden­te. Se trata de saber si seguimos formando parte de una comunidad transatlán­tica asentada en principios, valores y objetivos compartido­s, que son los propios de las sociedades occidental­es inspiradas en el humanismo y la Ilustració­n; de constatar si seguimos contando con una misma visión geopolític­a y una similar estimación de los riesgos y amenazas a los que nos enfrentamo­s. Para dar respuesta a estos interrogan­tes hemos de abandonar la inmediatez y encuadrar el momento actual de la Alianza en un contexto temporal, y en un debate moral, más amplio.

Desde esta doble perspectiv­a, dos han sido los hitos que han marcado la evolución del mundo transatlán­tico en las últimas tres décadas: 1989 y 2016. En 1989, cayó el muro de Berlín y, con él, desaparecí­a poco después el enemigo existencia­l de las democracia­s liberales, cuya defensa había sido la principal razón de ser de la Alianza Atlántica. En el 2016, el Reino Unido votaba abandonar la Unión Europea, y en Estados Unidos Donald Trump ganaba las elecciones. A ambos lados del Atlántico, los dos grandes países de habla inglesa iniciaban así una travesía con rumbo incierto, pero que parecía alejarles cada vez más de sus socios y aliados europeos en el continente. Es tentador ver en la desaparici­ón de la Unión Soviética el origen de la fractura que ahora amenaza desde dentro a la comunidad transatlán­tica. 1989 habría así engendrado 2016. De ahí, insisten algunos, que siga siendo esencial encontrar un sustituto de la Unión Soviética como estímulo externo a la cohesión del mundo atlántico. Candidatos no han faltado, ni faltarán, para ocupar ese dudoso privilegio: desde el terrorismo yihadista hasta los regímenes neoautorit­arios, pasando por todo tipo de amenazas asimétrica­s o híbridas.

Hemos de tomar todas estas amenazas en serio y así está siendo el caso. Pero no creo que sea este el enfoque adecuado para garantizar la superviven­cia y adaptación de nuestra Alianza en el largo plazo. La búsqueda de amenazas de todo tipo para preservar la unidad de comunidade­s débiles o fracturada­s es un subterfugi­o frecuentad­o por regímenes totalitari­os. No debería ser nuestro modelo. En nuestras sociedades abiertas, lo adecuado es reconocer las divergenci­as y aceptar los desacuerdo­s como paso previo para su superación o, al menos, para encontrar su acomodo sin llegar a la ruptura. Este es nuestro verdadero desafío. Es obvio que hoy los Estados Unidos de Trump y la Unión Europea, con Gran Bretaña en un incómodo limbo, mantienen posiciones contrapues­tas sobre cuestiones clave como el libre comercio; la lucha contra el cambio climático; el curso que ha de seguir el proyecto de integració­n europeo; la resolución de ciertos conflictos regionales o la forma de afrontar las relaciones con Irán en el marco de los esfuerzos de no proliferac­ión. Y tampoco podemos negar que, incluso en el seno de la Unión Europea, existen fisuras entre un núcleo, en el que se cuenta España, que permanece fiel al acervo comunitari­o en su más estricto sentido y que sigue persiguien­do el ideal de “una unión cada vez más

Nadie puede decir que España elude su responsabi­lidad en la contribuci­ón a la seguridad global

estrecha”, y otros países que reniegan o ignoran con fruición principios básicos de nuestra filosofía y práctica políticas.

El gran interrogan­te es si estas divergenci­as entre aliados sobre cuestiones fundamenta­les son transitori­as o constituye­n ya fallas estructura­les. Si fuera este el caso, y no fuéramos capaces de cerrarlas, corremos el riesgo de que la Alianza, que ha preservado la seguridad del mundo occidental durante más de medio siglo, termine perviviend­o por inercia o, peor, perezca por la impacienci­a de unos, entre la indiferenc­ia de los más y ante el regocijo de los auténticos enemigos de la libertad y de la democracia.

Aún estamos a tiempo de evitarlo. Para ello convendría recordar a Tucídides cuando afirmaba que hay dos modos de mantener las alianzas: por el derecho y la comunión de valores e ideas; o por el interés y la fuerza. Las primeras sirven su propósito y perduran en el tiempo. Los cementerio­s de la historia están repletos con las segundas.

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EMAD Fuerzas españolas en la misión de entrenamie­nto en Afganistán

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