La Vanguardia

El capitán Nemo se troncha

- Quim Monzó

Se supo ayer: los nuevos submarinos de la Armada española no caben en la base militar de Cartagena, que es donde tienen que estar hasta que los destinen a misiones heroicas. Son cuatro, del modelo S-80 Plus, el mismo cuya eslora tuvieron que alargar porque una vez se hundía era incapaz de volver a la superficie. Era, pues, un submarino, sí, capaz de navegar bajo las aguas, pero se supone que, una vez navegadas las millas que tenga que navegar escondido de los barcos normales, y una vez lanzados los torpedos que le toque lanzar, un submarino debe ser capaz de volver a la superficie. Pobres marinos, si no es así.

Se dieron cuenta de que habían hecho mal los cálculos. Ningún problema: lo alargaron los diez metros de eslora que le faltaban para poder flotar con normalidad y ahora descubren que es demasiado largo para las fosas de atraque. ¿A nadie se le ocurrió calcular qué tamaño tienen los muelles? Pues se ve que no. Es como si decides comprarte en Ikea un armario para la ropa y no tomas las medidas de la pared en la que lo pondrás y, feliz e ilusionado, cuando te llega y lo montas descubres que es demasiado ancho

Primero, los nuevos submarinos españoles no podían volver a la superficie; ahora no caben en el muelle

y no te cabe. Sepan los diseñadore­s de submarinos que para evitar esos problemas existe (desde mediados del siglo XIX, que es cuando se inventó y patentó) un aparato espléndido llamado cinta métrica, que se puede comprar en cualquier ferretería.

Según el Ministerio de Defensa que comanda con mano dúctil y al mismo tiempo firme Margarita Robles, la solución será adecuar ahora los muelles a la longitud de esos submarinos fastuosos: dragarlos y alargar las fosas. Dicen las agencias de noticias: “Cada uno de los cuatro S-80 Plus pasará a costar unos mil millones, lo que significa que prácticame­nte doblarán el coste inicial. En los próximos días el Ministerio de Defensa tendrá que aprobar el techo de gasto del proyecto en 1.772 millones, que sumado al presupuest­o inicial de 2.132 millones se traduce en un total de 3.907 millones”.

En 1870, cuando Julio Verne publicó Veinte mil leguas de viaje submarino, el mundo observaba con fascinació­n estas nuevas naves que, con permiso de la ballena de Jonás, eran las primeras que permitían viajar bajo el agua. H.G. Wells no era tan optimista. Treinta años después del libro de Verne, recién empezado el siglo XX, escribió uno –Anticipati­ons of the reaction of mechanical and scientific progress upon human life and thought– en el que incluye una larga diatriba contra los submarinos, que considerab­a un paso en falso porque dejaban las vidas de los marinos a merced de la dependenci­a tecnológic­a. Para resumir todo lo que pensaba de ellos (y porque la columna no permite más caracteres), sólo destacaré una frase: “A pesar de todos los estímulos, debo confesar que mi imaginació­n rehúsa concebir submarinos que puedan hacer otra cosa que no sea acabar en el fondo del mar y que su tripulació­n muera asfixiada”. Yo no soy tan pesimista como H.G. Wells pero, coño, como mínimo hagan bien los cálculos.

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