Guiris sin saberlo
El verano es una estación propicia al simulacro gastronómico. Quiero decir –para ser exacto– que la temporada de relajación estival favorece las formas primarias de la credulidad humana que nos conducen a dar por bueno lo que es simple bazofia. El asunto es paradójico, porque debería ser todo lo contrario: cuando disponemos de una pizca más de tiempo para disfrutar de la contemplación de la vida es cuando deberíamos ser más exigentes con el comer y el beber. Desgraciadamente, tendemos a bajar la guardia y avalamos todo tipo de operaciones criminales que pretenden pasar por alimentación sana e, incluso, por cocina de autor. Barcelona y muchas localidades de la costa son territorios donde los desaprensivos se mueven sin problemas, para desgracia del público y de los profesionales serios de los fogones.
Un amigo mío afirma que una parte del negocio de la restauración turística se fundamenta en los establecimientos que él califica como “ven y no vuelvas más”. El guiri, el forastero y el ocasional son las víctimas fáciles y clásicas de estos lugares, que tienen por filosofía pillar el máximo de personas incautas sin voluntad alguna de fidelizar. La calidad es una variable inexistente en estos antros, el objetivo es colocar el mayor número posible de platos por hora. Nada más.
Todo eso ya lo saben. La novedad inquietante es que estos restaurantes de “ven y no vuelvas más” también son frecuentados hoy –cada día más– por los naturales del país, los indígenas que –en teoría– deberíamos saber distinguir el gato de la liebre. ¿Qué nos está pasando? La causa no es económica, la mayoría de estos establecimientos no acostumbran a ser especialmente asequibles, al contrario, lo cual todavía lo hace todo más alarmante.
La novedad es que estos restaurantes de “ven y no vuelvas más” también son frecuentados por indígenas
¿En qué rincón de nuestra mente radica el botón que nos lleva a pagar para comer mal y simular que quedamos satisfechos? ¿Es incultura, es autoengaño, es moda o es que nos hemos convertido en más vulnerables a la magia negra de los que te muestran un arroz infame con marisco de plástico fluorescente y hacen que creas que eso es una de las paellas gloriosas que sabe glosar el poeta Josep Piera?
El fenómeno que aquí apunto se produce en medio de una inflación retórica de los prescriptores –utilicen siempre esta palabra si quieren parecer modernos– gastronómicos de turno, que han convenido unánimemente que todo es y todo debe ser “una experiencia”, desde una tapa de bravas a un helado, pasando por maridar aquel vino con el último grito en ceviche. Mi madre –a la hora del café– se limitaba a preguntar a los comensales si estaban “tips”. Ahora todo pasa por “tener una experiencia”, cualquier otra cosa es un fracaso. He ahí el signo de nuestros tiempos: se consolida el fraude a la vez que todos somos potenciales buscadores de la gran experiencia (de oferta, si puede ser).