Charlas esterilizadas
Analicemos el fenómeno de las notas de voz, le digo a un joven viajero que distribuye por WhatsApp sus informaciones misteriosas, sentado a mi lado. A veces teclea, pero sobre todo intercambia notas de voz en un tono inaudible, pegando su boca al dispositivo. Lo he visto por el rabillo del ojo reírse solo o ponerse muy serio. Quizás siga varios hilos de conversación, como pez en el agua. ¿Qué tendríamos que analizar?, dice. Contesto que no me negará que los diálogos que proliferan a base de notas de voz, en vez de llamadas telefónicas, son una mecánica curiosa. Grabas tus frases y las mandas; recibes las respuestas y las escuchas. ¿Y?, dice. Pues que por qué no os llamáis para hablar directamente. Me mira desde otro planeta.
Porque si llamo a una persona invado su espacio, dice, en cambio la nota de voz la oye cuando quiere. Es una cuestión de respeto, me alecciona. Ya, digo, pero por ejemplo ahora es evidente que estabais de acuerdo en usar este tiempo para hablaros. Técnicamente, estabais charlando en el mismo momento. El joven no soporta que meta la nariz en sus actividades tecnológicas y me mira con furia contenida. Da igual, dice, llamarnos por teléfono sería agresivo.
Entonces la cosa va más allá de la mera disponibilidad, digo. Es como si hablarais como sardinas en lata. O en cápsulas, como si introdujerais vuestras frases en tubos de ensayo. Como si necesitaseis hablar con frases esterilizadas, que no puedan contagiarse del tono o el aliento de su interlocutor, que no corran el riesgo de ser interrumpidas o intervenidas; tú sueltas tu pequeño monólogo encapsulado, y él te responde con el suyo. En cierto modo,
Los diálogos que proliferan a base de notas de voz, en vez de llamadas telefónicas, son una mecánica curiosa
no hay contacto, no hay peligro: vuestras frases están a salvo. Se tragan como píldoras. En este asunto conviven la máxima comunicación con la individualidad extrema. No me negarás que es raro: estáis comunicados a todas horas, pero protegidos con un traje de astronauta. O un preservativo verbal. El joven me mira con los ojos como platos. Ha escuchado mi disertación entre perplejo y harto, pero las últimas florituras se nota que ya le han parecido demenciales. Mira, si a mí ahora me suena el teléfono, me pego un susto, concluye para que yo lo entienda: llamarse hoy en día no es normal, a no ser que la que me llama seas tú, claro.
Capto el mensaje. Pertenecemos a mundos distintos. Yo intento alcanzar el suyo, pero sé que es imposible. Me caigo del caballo una y otra vez. Por teléfono se llama sólo si hay una urgencia, aclara, o si has quedado y no te ves entre la multitud, cosas así. Nos miramos a los ojos como rebuscando algo. Ya nadie llama por teléfono, me explica repentinamente tierno, apiadado, pero barriéndome de un plumazo de su realidad. No le digo que yo, no sé por qué, y cada día más, también me comunico con notas de voz.