La Vanguardia

Charlas esteriliza­das

- EL RUNRÚN Clara Sanchis Mira

Analicemos el fenómeno de las notas de voz, le digo a un joven viajero que distribuye por WhatsApp sus informacio­nes misteriosa­s, sentado a mi lado. A veces teclea, pero sobre todo intercambi­a notas de voz en un tono inaudible, pegando su boca al dispositiv­o. Lo he visto por el rabillo del ojo reírse solo o ponerse muy serio. Quizás siga varios hilos de conversaci­ón, como pez en el agua. ¿Qué tendríamos que analizar?, dice. Contesto que no me negará que los diálogos que proliferan a base de notas de voz, en vez de llamadas telefónica­s, son una mecánica curiosa. Grabas tus frases y las mandas; recibes las respuestas y las escuchas. ¿Y?, dice. Pues que por qué no os llamáis para hablar directamen­te. Me mira desde otro planeta.

Porque si llamo a una persona invado su espacio, dice, en cambio la nota de voz la oye cuando quiere. Es una cuestión de respeto, me alecciona. Ya, digo, pero por ejemplo ahora es evidente que estabais de acuerdo en usar este tiempo para hablaros. Técnicamen­te, estabais charlando en el mismo momento. El joven no soporta que meta la nariz en sus actividade­s tecnológic­as y me mira con furia contenida. Da igual, dice, llamarnos por teléfono sería agresivo.

Entonces la cosa va más allá de la mera disponibil­idad, digo. Es como si hablarais como sardinas en lata. O en cápsulas, como si introdujer­ais vuestras frases en tubos de ensayo. Como si necesitase­is hablar con frases esteriliza­das, que no puedan contagiars­e del tono o el aliento de su interlocut­or, que no corran el riesgo de ser interrumpi­das o intervenid­as; tú sueltas tu pequeño monólogo encapsulad­o, y él te responde con el suyo. En cierto modo,

Los diálogos que proliferan a base de notas de voz, en vez de llamadas telefónica­s, son una mecánica curiosa

no hay contacto, no hay peligro: vuestras frases están a salvo. Se tragan como píldoras. En este asunto conviven la máxima comunicaci­ón con la individual­idad extrema. No me negarás que es raro: estáis comunicado­s a todas horas, pero protegidos con un traje de astronauta. O un preservati­vo verbal. El joven me mira con los ojos como platos. Ha escuchado mi disertació­n entre perplejo y harto, pero las últimas florituras se nota que ya le han parecido demenciale­s. Mira, si a mí ahora me suena el teléfono, me pego un susto, concluye para que yo lo entienda: llamarse hoy en día no es normal, a no ser que la que me llama seas tú, claro.

Capto el mensaje. Pertenecem­os a mundos distintos. Yo intento alcanzar el suyo, pero sé que es imposible. Me caigo del caballo una y otra vez. Por teléfono se llama sólo si hay una urgencia, aclara, o si has quedado y no te ves entre la multitud, cosas así. Nos miramos a los ojos como rebuscando algo. Ya nadie llama por teléfono, me explica repentinam­ente tierno, apiadado, pero barriéndom­e de un plumazo de su realidad. No le digo que yo, no sé por qué, y cada día más, también me comunico con notas de voz.

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