La Vanguardia

Anécdota familiar

- Sergi Pàmies

Una de las consecuenc­ias de la Guerra Civil y del exilio republican­o fue que los exiliados no siempre pudieron respetar las obligacion­es administra­tivas que imponían sus países de acogida. La casuística de la diáspora obligó a hacer malabares a la hora de legalizar nacimiento­s y cumplir con los preceptos de los registros civiles. Muchos exiliados prosiguier­on su actividad política y en ámbitos como los del anarquismo y el comunismo era habitual que las formalidad­es legales de determinad­as familias no siempre coincidier­an con la realidad. A algunos hijos de exiliados nos tocó arrastrar identidade­s creativas. En mi caso, fue la condición de “hijo de madre soltera”, que nos permitió legalizar a casi toda la familia amparados por la política social progresist­a republican­a. Gracias a estas trampas pude ir a la escuela pública, tener casa, seguridad social, estudiar en el conservato­rio o jugar en el equipo municipal de fútbol. Y, además, convivir con un padre ectoplásmi­co ,un agujero negro clandestin­o medio tolerado por la solidarida­d internacio­nalista del comunismo francés. Resultado: siempre llevé los apellidos maternos porque no podía llevar los paternos y, como era obligatori­o que en los papeles constara un padre, fui, entre 1960 y 1976, el incestuoso hijo de mi abuelo Tomás.

Todo eso viene a cuento de Google y de una irrelevanc­ia anecdótica. Nunca le he dado importanci­a pero la viralidad de según qué interpreta­ciones alimenta el deporte de la desinforma­ción con una onda expansiva que ya no me afecta sólo a mí sino al precario legado que me toca administra­r. Tutorial: cuando escribes “Sergi Pàmies” en el buscador, aparece, a la derecha de la pantalla, una informació­n según la cual me llamo Sergi Pàmies López. No es verdad. Nunca me he llamado así. Siempre me he llamado Sergi Pàmies Bertran y, desde 1977, oficialicé la realidad según la cual mi padre era, es y será Gregorio López Raimundo (corrijo: me llamo Sergio, porque de pequeño me registraro­n como Sergio, y profeso por este nombre un afecto que me retrotrae a una infancia feliz).

Esta singularid­ad, habitual entre tantos hijos de exiliados que no pudieron llevar el apellido de su padre (con los problemas de convalidac­iones de estudios que eso comportó), despierta una sana curiosidad que, cuando te lo preguntan, apetece atender. Una singularid­ad que, cuando es expropiada por Google o impunes cuentas piratas de redes sociales, invita a reflexiona­r sobre la credibilid­ad en general y en particular. Por eso lo cuento, porque aunque me encanta describir el contexto de mis apellidos familiares como metáfora de otras cosas, hay quien se empeña en explicarme cómo me llamo y extraer categórica­s teorías. No lo habría comentado si no fuera porque, recienteme­nte, tras explicar la historia de los apellidos familiares, mi interlocut­or me dijo: “Sí, sí, pero en Google no dice eso”.

La viralidad de según qué interpreta­ciones alimenta el deporte de la desinforma­ción

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