La Vanguardia

Un mes en La Habana

Vivir un mes en Cuba permite asomarse a una cara distinta a la que se muestra al turismo, una cara que recuerda y defiende los motivos por los que se hizo una revolución

- FLAVIA COMPANY

Cuando se decide em- prender un viaje de al menos dos años para dar la vuelta al mundo parece lógico preguntars­e el porqué –cuando quizás lo apropiado sería preguntars­e por qué no, siendo que el mundo y la vida son sólo uno y una–. Estoy convencida de que las razones por las que viajo irán cambiando a medida que me aleje del punto de partida. En ese sentido, el viaje es justo como la vida, una serie de cambios a los que conviene adaptarse. Un ejercicio de impermanen­cia. Una asunción del tránsito.

Para empezar un periplo como este, hay que elegir un primer destino. Recorrí varias veces con el ín- dice el mapamundi que desde hacía años colgaba de una de las paredes de mi habitación, dibujando posibles itinerario­s, y al fin me decidí por Cuba. Por La Habana. Y allí, tras un mes de convivenci­a con sus habitantes, he dado con al menos uno de los motivos que me han impulsado a abandonar mi entorno habitual: escuchar las historias del mundo. Y después, contarlas. Y La Habana es una Sherezade dispuesta a narrarse sin fin.

La llegada a La Habana ocurre hacia las nueve de la noche, y ya en el finger me asalta ese intenso calor tropical, húmedo, de palmera y lluvia. La temperatur­a me entra por la boca y me empaña los ojos. Pienso que es una especie de amortiguad­or. Mi primer contacto es el taxista que va a llevarme al hotel y, por una cuestión de simetrías, ya me pregunto cómo va a ser el chófer que me despida. Este se llama Javier. Ingeniero industrial. Hombre de mediana edad, corpulento, blanco, educado. Hago preguntas, le digo que soy periodista. Se explaya. Me cuenta que la gran decepción de los cubanos llega cuando se dan cuenta de que no son los únicos que tienen la sanidad y la enseñanza gratuitas. “Eso era lo que nos decían y ese era el motivo por el que aguantábam­os tanta escasez. Aquí nos falta todo. Comida, vivienda digna, medicament­os, no tenemos cubiertas de verdad las necesidade­s básicas. Pero no hay violencia, porque tenemos educación”. Antes de que abandone el vehículo me dice que, a pesar de todo, él nunca se ha ido y nunca se iría de su isla. “Como aquí, no se vive en ninguna otra parte”, asegura. No sé con qué lo compara ni cómo. Es su certeza. Y la de muchas otras personas con las que hablo después: el punto de vista de Javier es mayoritari­o.

Dos días más tarde busco y consigo, gracias a una charla casual con el tenor lírico que atiende un hotel de lujo en el que entro a husmear, un contacto para alquilar un apartament­o que, vueltas de la vida, pertenece a un capitán de la reserva, hijo a su vez de otro capitán que luchó junto al ejército revolucion­ario. Vive de muy distinta manera que el taxista, es otro nivel, a pesar de que ambos forman parte de una nueva realidad cubana que prolifera a pasos agigantado­s, la del trabajador por cuenta propia, el “cuentaprop­ista”, que opera en moneda convertibl­e, es decir canjeable por dólares, cosa que no pasa con los pesos cubanos, la mone- da con que paga sueldos el gobierno. Sueldos que oscilan entre los 12 pesos convertibl­es (trabajos no cualificad­os, por ejemplo un guardia de museo) y los 50 pesos convertibl­es mensuales (profesiona­les, por ejemplo un médico). Para situarnos: un peso convertibl­e correspond­e más menos a un dólar; y un litro de gasolina cuesta un peso con treinta centavos.

¿Cómo sobreviven? Porque hay muchos cubanos que tienen fe. ¿Fe? Familia en el extranjero. Grandes ironías y contradicc­iones de la historia: aquellos que fueron proscritos por abandonar la isla son quienes sostienen a los que se quedaron. El capital que alimenta a la isla es de los extranjero­s. ¿La historia se repite? Son otras formas de colonialis­mo, propias de este siglo. ¿De qué habrá servido entonces la revolución?

Procuro vivir como una cubana más, sabiendo hasta qué punto es una quimera. Por eso he decidido quedarme un mes en la ciudad y no recorrer la isla. Para profundiza­r hay que estar. Darse cuenta de lo impagables que son los tomates, las cebollas, los ajos, el aceite. Las frutas. Y qué al alcance están los frijoles, el arroz y el pan. O, para algunos, la pesca en el malecón. Ver cómo camiones cisterna cargan, con un ruido apabullant­e, incluso tarde por la noche, los depósitos de agua –no potable– de los edificios. Sufrir el olor que despiden los contenedor­es rotos o sin tapa que maceran sus contenidos al sol y esa cantidad de moscas que los rodean. Las largas colas para comprar con las cartillas de abastecimi­ento lo que correspond­e por la canasta básica que concede el gobierno y que no llega ni para una semana. Los gritos de los hijos que llegan tarde por la noche y llaman a sus familias para que les abran la puerta de abajo (no hay interfonos). Qué distinta es La Habana a poco que se aparte una de la zona turística, de la calle Obispo, la Plaza Vieja, la de Armas o la de la Catedral, donde coches antiguos y personajes costumbris­tas alegran el paseo con sus colores vistosos.

La pregunta vuelve: ¿De qué habrá servido la revolución? Una profesora de música junto a la que hago cola para conseguir una tarjeta de conexión a internet me aclara la cuestión: “No se nos puede pedir a los cubanos que estemos a la altura de una revolución. La revolución es una cosa y nosotros somos como todo el mundo”.

Un sentimient­o de impotencia se apodera de una mientras pasea La Habana y comprueba que muchos edificios están a punto de derrumbars­e. Bastará un viento fuerte, una lluvia copiosa. Pocos días antes de marcharme, en un paseo de despedida, tropiezo con Mauro, un niño de dos años, y su abuela,

“No se nos puede pedir a los cubanos que estemos a la altura de una revolución; somos como todo el mundo”

La diferencia de clases, el miedo de muchos a hablar, la doble economía: aquí las cosas tampoco cuadran

que observan los escombros que se amontonan en medio de la calzada. Indago. Contesta la abuela, sin atropello alguno en sus palabras, tan poco excepciona­l es lo ocurrido: el domingo pasado, que llovió tanto (lo sé bien, a mí se me inundó el apartament­o, y estuve venga achicar agua con una vecina que se prestó a ayudarme), y mira, se cayeron algunas paredes del edificio, a Mauro lo tuvimos que sacar de entre las piedras (el niño asiente y dice que sí) y ahora no nos dejan entrar, no sé, que lo van a arreglar dicen (casi les desearía que no, cómo van a entrar de nuevo ahí, en ese bloque sin seguridad alguna).

Un sentimient­o de esperanza se apodera de una cuando oye la música que suena a cada pocos pasos, cuando ve el tiempo que la gente dedica a conversar porque dispone de él y además no está enganchado a los móviles ni conectado a ninguna red, cuando comprueba la inexistenc­ia de vallas publicitar­ias en la ciudad o de anuncios en la programaci­ón televisiva, cuando siente el ritmo pausado de la vida, cuando se sube a un bicitaxi o va a comprar el pan y quien le atiende es alguien que tuvo o tiene la oportunida­d de estudiar y la aprovechó o la aprovecha, cuando se encuentra con niños que juegan tranquilos en la calle con canicas y muñecos o se bañan frente al malecón, cuando respira esa conscienci­a de que todos nos necesitamo­s, de que somos lo mismo, cuando intercepta miradas que saben.

El mes pasa deprisa. He comprobado que aquí las cosas tampoco cuadran: no hay más que constatar la tremenda diferencia de clases. El miedo que todavía muchas personas muestran al hablar. La doble economía, el resultado del bloqueo que se ha impuesto a un país que se atrevió a soñar con otro modo de vivir, más igualitari­o, más respetuoso con la naturaleza, más realista y más idealista a la vez. Regreso al aeropuerto en taxi. Viajo a Panamá, donde me espera una casa que me han prestado a cambio de que me encargue de cuidar durante la ausencia de los dueños a Limón, su perro. La taxista se llama Marlén. Mujer de mediana edad, alta, mulata, educada. Me cuenta que fue capitana de la selección nacional de un equipo deportivo. Viajó mucho cuando competía. Después, al retirarse, se quedó a trabajar ocho años en Ecuador. Para ahorrar y, de regreso a Cuba, comprarse un apartament­o y un carro. ¿Y por qué no te quedaste allí? “¿A vivir? Ni hablar. Como aquí, no se vive en ninguna otra parte”, dice convencida. Y ella sí tiene con qué comparar.

Cuba es un lugar de esos de los que una no se iría, justo porque, de un modo u otro, se respiran aires de revolución. Y quien todavía cree, no está vencido.

 ?? FLAVIA COMPANY ?? El malecón. Un pescador en el malecón de La Habana. La pesca ayuda a sobrevivir ante la carestía de los productos frescos
FLAVIA COMPANY El malecón. Un pescador en el malecón de La Habana. La pesca ayuda a sobrevivir ante la carestía de los productos frescos
 ?? FLAVIA COMPANY ?? Edificios en precario. Mauro, de dos años, y su abuela frente a los escombros tras el derrumbe que sufrió su casa
FLAVIA COMPANY Edificios en precario. Mauro, de dos años, y su abuela frente a los escombros tras el derrumbe que sufrió su casa
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 ?? FLAVIA COMPANY ?? Arco iris sobre LaHabana. Es un lugar de esos de los que una no se iría, justo porque, de un modo u otro, se respiran aires de revolución
FLAVIA COMPANY Arco iris sobre LaHabana. Es un lugar de esos de los que una no se iría, justo porque, de un modo u otro, se respiran aires de revolución

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