Historias de amor o muerte
Me siento en un banco del parque del Cristo –uno de los puntos de La Habana Vieja con mejor cobertura– a conectarme mediante una de las tarjetas de Etecsa que he conseguido tras considerable cola en la calle y bajo el sol. A mi lado, una mujer y un muchacho. Madre e hijo. Hablan con entusiasmo con la pantalla de su móvil. Al cabo de apenas un par de minutos ya estamos charlando la mujer y yo. “Es mi hijo Rajith, que está en Praga, de luna de miel”, me cuenta. Todo empezó en el 2016, cuando Rajith decidió marcharse del país del único modo en que podía hacerlo. Por mar y a la brava. Construyó una barca con unos cuantos amigos, consiguieron un motor y un día de agosto, hacia las dos o las tres de la madrugada, zarparon. Ocho millas más tarde naufragaban. De los trece tripulantes, once murieron devorados por los tiburones. “Mi hijo es fuerte, nada muy bien, tiene veintiocho años, se trajo a cuestas a uno de los chicos, muy amigo suyo”. Balance: de trece, sobrevivieron dos. Y no consiguieron irse. Al año siguiente, de regreso a su trabajo en el bicitaxi, conoció a la mujer que se iba a convertir en su esposa. “Brasileña, bueno, eslovena, pero vivía en Brasil. Ahora se han ido los dos a vivir a Barcelona”. Y me da la dirección exacta, cerca de la Monumental. “Allí tienes tu casa cubana”. Me explica que la mujer de su hijo le propuso matrimonio casi nada más conocerlo. Me enseña fotos de la boda. Llora. Me dice que era su único apoyo. Su otro hijo está enfermo. Entonces sonríe, con alivio. “Lo ha conseguido”. Dos días antes de irme de La Habana vuelvo a encontrarla en el mismo lugar. Está hablando de nuevo con Rajith. Es su cumpleaños. Veintinueve ya. Lloran los dos.