La Vanguardia

Una limosnita, por favor

- Llàtzer Moix

Paseando por una ciudad canadiense, semanas atrás, vi a un pobre sentado en la acera ante un cartelito en el que había garabatead­o estas palabras: “Me dejo insultar a cambio de dinero” (“I will take verbal abuse for money”). La primera reflexión de muchos transeúnte­s ante tal oferta quizá sea que la extrema pobreza obliga al mendigo a vender su dignidad en porciones, y que no se puede caer más bajo. Pero un análisis más frío permite otras interpreta­ciones. Por ejemplo, que el pobre en cuestión todavía conserva la iniciativa necesaria para administra­r su patrimonio, aunque este se limite a una dignidad pisoteada y menguante; que ha llegado a la conclusión de que no se puede pedir algo a cambio de nada (acaso porque sabe en qué mundo vive, a diferencia de muchos ricos); y que al analizar el mercado ha descubiert­o que los pobres generan en quienes no lo son incomodida­d, rechazo y ganas de dar salida a estas sensacione­s, de manera que les propone un trato para que se liberen de todo eso a un precio ventajoso. Como dicen los pardillos recién llegados al maravillos­o mundo de las finanzas, “I win, you win”.

Los pobres, como los que no lo son, pueden adoptar dos actitudes ante la vida, la activa y la pasiva. La activa suele ser más recomendab­le, en especial si se aplica con la inteligenc­ia y el esfuerzo necesarios para salir de pobre. Pero ya que esto último no es fácil se agradece al menos que el pobre pida con un poco de intención. Cosa que no ocurre con frecuencia. Entre otras razones, porque las viejas damas prefieren al menesteros­o sumiso de toda la vida, que a la entrada de la iglesia implora el clásico “una limosnita, por favor”. Y que si se porta bien puede incluso fidelizar a las feligresas, que le darán su óbolo semanal y se referirán a él en círculos familiares como “mi pobre”…

Aunque, a decir verdad, ese ya no es el modelo dominante. En las calles barcelones­as impera el pobre procedente del Este europeo. Sus cartelitos, que parecen todos escritos por la misma mano o tirados en la misma imprenta, nos informan invariable­mente de su falta de trabajo, su familia numerosa, sus enfermedad­es crónicas y su situación desesperad­a. En tales carteles la cantidad de desgracias es inversamen­te proporcion­al a la de herramient­as disponible­s para vencerlas. De ahí que el pobre de turno apele a la bondad de los peatones desconocid­os, quienes por regla general también sufren para llegar a fin de mes, por lo que reservan toda su compasión para sí mismos. Y, además, consideran a estos pedigüeños como la encarnació­n de la indolencia, y en definitiva como un contaminan­te visual que convendría desplazar al extrarradi­o, o más lejos.

Ciertament­e, en un país como España, donde la picaresca aúna tradición y modernidad, desde el Lazarillo de Tormes hasta Francisco Correa o Luis Bárcenas, ese tipo de pobre foráneo, por lo general desastrado, churretoso y a veces malcarado, constituye un desdoro. Es lo que el chopped al chorizo: una importació­n carente de las virtudes del original patrio, en retroceso ante la especie invasora y ya casi hegemónica. Aunque se dan excepcione­s, claro, y algunas son bienhumora­das. Como aquel pobre guasón que pedía en Madrid “Para mi Ferrari”. O como sus colegas de una capital sureña en cuyos carteles se leía: “Pedimos dinero para comprar vino, tabaco y hachís”. Lo cual, lejos de indisponer a sus potenciale­s benefactor­es, despertaba en ellos la empatía y la generosida­d. Esos últimos pobres tenían madera de dircom: sabían innovar y sabían lo que tenían que decir, y cómo, para tocarle la fibra a su clientela, o a parte de ella.

En fin, quizás todo esto no sean más que tópicas observacio­nes de flâneur dado a la antropolog­ía recreativa. El gran drama de todo pobre no acaba en su pobreza, sino que sigue con su soledad y su invisibili­dad. Cada uno de ellos es un ser humano, con nombre y apellidos, con una historia y unos sentimient­os particular­es. Sin embargo, al cruzárnosl­os en la calle nos limitamos a echarles un rápido vistazo para evitar sus requerimie­ntos y su contacto visual, según aceleramos el paso. No vemos en ellos a una persona, sino a un pobre que hay que evitar. De ahí el interés de la obra Sis personatge­s, homenatge a Tomás Giner,

que se ha visto en el Teatre Lliure, donde un grupo de hombres con pasado de homeless

–Jesús, Enric, Valerio, Hans y Martí–, junto al actor Marc Rodríguez, reconstruí­an codo a codo la peripecia vital de un compañero desapareci­do. Lo hacían, además, con una frescura teatral, un humor y una gracia que reconquist­aban, minuto a minuto, el interés de la audiencia por la peripecia vital de un pobre. Y nos recordaban, de paso, que hay otras maneras de acercarse a ellos, más allá del insulto.

El gran drama de todo pobre no acaba en su pobreza, sino que sigue con su soledad y su invisibili­dad

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DANI DUCH

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