Somos la leche
Vuelve la venta directa de leche cruda. Cuando yo era chaval, no muy lejos de casa, había una vaquería donde la gente iba a comprar la leche recién ordeñada; aquellas vacas urbanas, encerradas en un espacio que recuerdo poco iluminado, producían una cierta impresión, y contrastaban con todo lo que las rodeaba, que era una sociedad entregada a las maravillas del desarrollo, la tecnificación y la cultura de masas. En ese momento, los supermercados –con su leche pasteurizada– ganaban terreno y las vaquerías tradicionales iban desapareciendo, mientras la crisis del petróleo animaba a los primeros hippies locales y los turistas extranjeros descubrían nuestras tabernas de viejos y se abonaban a ellas.
Las vaquerías en las ciudades eran el pasado, lugares vinculados a una época anterior a la aceleración imparable del tiempo. En casa, ya no compraban leche cruda, pero mi tía era consumidora fiel y acudía a la vaquería día sí y día no, y realizaba el ritual obligado de hervirla, un espectáculo que me fascinaba; aquella nata era muy apreciada por mis primos, que se la zampaban de diferentes modos. Entonces, beber leche cruda no tenía ni dejaba de tener glamur alguno, ni significaba nada especial, era una costumbre arraigada en muchas familias, no iba ligada a ningún relato ni estilo de vida.
La Generalitat ha autorizado que pueda venderse leche cruda directamente al público, no sin advertir que debe hervirse antes de tomarla. La consellera de Agricultura se ha fotografiado (como dicta el manual) bebiendo un vaso de leche cruda y ha hecho declaraciones que han provocado una pequeña polémica, porque con las cosas del comer y de la salud es mejor no hacer metáforas ni comparaciones. Mi tía –si estuviera
Cuanto más confortable es nuestra existencia más ganas tenemos de recuperar algunas cosas de antaño
viva– no sabría qué decir. La ley del péndulo histórico siempre provoca sorpresas: lo que ayer era una estampa propia de un mundo inhóspito hoy es reivindicado como ejemplo de gran calidad de vida. Aquí uso como argumento de autoridad a la abuela de un amigo: esta mujer no comprende que el pan negro tenga tanta salida en la actualidad, porque ella asocia la falta de pan blanco a las penurias de la posguerra: Ya le puedes explicar cien veces que los panes integrales de hoy no tienen nada que ver con el pan malo de antes; en su imaginario, el pan blanco es una conquista irrenunciable.
Me parece bastante probado y repetido que cuanto más confortable (y segura) es nuestra existencia más ganas tenemos de recuperar algunas cosas de antaño. Ahora es el turno de la leche cruda, no sé qué será dentro de unos días. Progresar y, después, cuando el progreso parece consolidado, añorar una vida antigua, salvaje, idealizada y pura, que nunca existió de veras, pero a la cual queremos volver (de manera controlada, eso sí). Para semejar –supongo– más auténticos, más sanos, más sabios y más libres.