La Vanguardia

Somos la leche

- Francesc-Marc Álvaro

Vuelve la venta directa de leche cruda. Cuando yo era chaval, no muy lejos de casa, había una vaquería donde la gente iba a comprar la leche recién ordeñada; aquellas vacas urbanas, encerradas en un espacio que recuerdo poco iluminado, producían una cierta impresión, y contrastab­an con todo lo que las rodeaba, que era una sociedad entregada a las maravillas del desarrollo, la tecnificac­ión y la cultura de masas. En ese momento, los supermerca­dos –con su leche pasteuriza­da– ganaban terreno y las vaquerías tradiciona­les iban desapareci­endo, mientras la crisis del petróleo animaba a los primeros hippies locales y los turistas extranjero­s descubrían nuestras tabernas de viejos y se abonaban a ellas.

Las vaquerías en las ciudades eran el pasado, lugares vinculados a una época anterior a la aceleració­n imparable del tiempo. En casa, ya no compraban leche cruda, pero mi tía era consumidor­a fiel y acudía a la vaquería día sí y día no, y realizaba el ritual obligado de hervirla, un espectácul­o que me fascinaba; aquella nata era muy apreciada por mis primos, que se la zampaban de diferentes modos. Entonces, beber leche cruda no tenía ni dejaba de tener glamur alguno, ni significab­a nada especial, era una costumbre arraigada en muchas familias, no iba ligada a ningún relato ni estilo de vida.

La Generalita­t ha autorizado que pueda venderse leche cruda directamen­te al público, no sin advertir que debe hervirse antes de tomarla. La consellera de Agricultur­a se ha fotografia­do (como dicta el manual) bebiendo un vaso de leche cruda y ha hecho declaracio­nes que han provocado una pequeña polémica, porque con las cosas del comer y de la salud es mejor no hacer metáforas ni comparacio­nes. Mi tía –si estuviera

Cuanto más confortabl­e es nuestra existencia más ganas tenemos de recuperar algunas cosas de antaño

viva– no sabría qué decir. La ley del péndulo histórico siempre provoca sorpresas: lo que ayer era una estampa propia de un mundo inhóspito hoy es reivindica­do como ejemplo de gran calidad de vida. Aquí uso como argumento de autoridad a la abuela de un amigo: esta mujer no comprende que el pan negro tenga tanta salida en la actualidad, porque ella asocia la falta de pan blanco a las penurias de la posguerra: Ya le puedes explicar cien veces que los panes integrales de hoy no tienen nada que ver con el pan malo de antes; en su imaginario, el pan blanco es una conquista irrenuncia­ble.

Me parece bastante probado y repetido que cuanto más confortabl­e (y segura) es nuestra existencia más ganas tenemos de recuperar algunas cosas de antaño. Ahora es el turno de la leche cruda, no sé qué será dentro de unos días. Progresar y, después, cuando el progreso parece consolidad­o, añorar una vida antigua, salvaje, idealizada y pura, que nunca existió de veras, pero a la cual queremos volver (de manera controlada, eso sí). Para semejar –supongo– más auténticos, más sanos, más sabios y más libres.

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