Populismo über alles
Durante el vigoroso, insustancial y triunfal discurso que lo catapultó a la presidencia del PP, Pablo Casado se refirió a los adversarios de España en los términos despectivos habituales. La endogámica euforia del encuentro y los niveles de elocuencia y respeto que reclama la media del sector justificaban semejante recurso. Pero al hacer inventario de enemigos, aparte de hablar de “amigos de los etarras”, se refirió a los “populistas” así, sin especificar. Deslumbrado por la grandilocuente dramaturgia del momento, admito que deduje que se refería a Ciudadanos. Más tarde, ya inmerso en la resaca reflexiva del impacto, me di cuenta de que me había precipitado y que los populistas reprobados por el flamante presidente no eran Ciudadanos sino Podemos.
Perdida la batalla contra los que, con tendencioso fervor y la complicidad de los medios, imponen la denominación de origen unionista para referirse a los que no son independentistas, la etiqueta populista tiene el peligro de crear más confusión en un paisaje en el que ya abunda una peligrosa laxitud a la hora de comprender lo que nos dicen y en que el lenguaje queda devaluado por un proceso de adjetivación de los sustantivos. También es cierto que, siendo fatalmente realistas, deberíamos aceptar que los mensajes y las consignas ya no se amplifican con la voluntad de ser entendidos y asimilados de un modo racional sino para ser interiorizados como una amalgama de acto de fe y orden de brujo hipnotizador. Es como si, con efectos retroactivos, se recuperara la idea de Napoleón cuando se prevenía a sí mismo del peligro de la exaltación del ruido como único método dialéctico.
En el actual panorama político, en cambio, el populismo ha dejado de ser un recurso minoritario fácilmente identificable, como pasaba en otras fases de la historia. Igual que la telefonía móvil impregna todos los ámbitos de la vida profesional y doméstica, se extiende a todas las ideologías. La victoria del populismo siempre se ha basado en halagar al votante con simplificaciones intelectualmente primarias, promesas imposibles de mantener, maximalismos de fácil confrontación y, sobre todo, gasolina contra el adversario para preservar los mitos instrumentales del patriotismo, el victimismo o la creciente monstruosidad del enemigo exterior. El problema de referirse a Podemos como populistas es que, si se les aplicara un hipotético populistómetro diseñado desde una neutralidad honesta y científicamente rigorosa, descubriríamos que, en mayor o menor medida, el PSOE, el PP, ERC, Ciudadanos, la inminente Crida, el PNV, la CUP o la argamasa ideológica que crece alrededor de Ada Colau también son populistas. Y ahora que lo pienso, es probable que esta reflexión también contenga partículas espontáneas o subconscientes de populismo argumental.
Deberíamos aceptar que los mensajes y las consignas ya no se amplifican con la voluntad de ser entendidos