La Vanguardia

Contraataq­ue

- OBSERVATOR­IO GLOBAL Manuel Castells

La derecha española fue desarbolad­a por la audaz y democrátic­a iniciativa de Pedro Sánchez cuando más felices se las prometían. Aunque su verdadero problema fue la corrupción sistémica del Partido Popular. Y ahí intervinie­ron los poderes fácticos (Banca, Iglesia, Corona) hartos de la pasividad de un Rajoy pasota que creía en la máxima confuciana de que “no hacer nada” es lo más eficaz.

Con el PSOE en la izquierda, se esfumó el proyecto de “gran coalición” que fue siempre su fórmula preferida. Cierto, aún quedaba la reserva, el chiringuit­o anticatalá­n que montó Albert Rivera y que fue subiendo como la espuma porque era limpio, joven y ultranacio­nalista. Pero el partido de verdad de la derecha siempre ha sido el PP. Que está en caída libre en los sondeos, sobre todo en términos de escaños en el Congreso, y que está desapareci­endo en Catalunya. Pero que aun así es más fiable para los grupos dominantes que el start-up de un Ciudadanos que ya se veía gobernando, creyéndose los sondeos, pero no los del CIS, y que resultó ser flor de un día en cuanto las cosas se pusieron serias. Era necesario pasar página de Rajoy, testigo no creíble para los tribunales, y apostar por una renovación abriendo el juego de liderazgo en la derecha, por primera vez. Algo es algo.

Tras el PSOE, el PP acepta primarias abiertas en lugar del dedazo sucesoral que siempre lo caracteriz­ó. La presión social va, poco a poco, reformando los partidos tradiciona­les so pena de extinción. Pero si las formas de la renovación del PP anuncian nuevos tiempos, el programa de su triunfador nos retrotrae a tiempos remotos en la ideología y en el centralism­o del Estado. Familia como política social, estimuland­o la natalidad. Y amenaza de represión por todos los medios, sin diálogo, a Catalunya y Euskadi.

En este punto le tira la alfombra debajo de los pies a Ciudadanos, cuya espectacul­ar y ficticia progresión se debió primordial­mente a su negación a ni siquiera dialogar con el nacionalis­mo catalán. Nacionalis­mo español puro y duro. Esa es, ahora, la bandera de Casado, conectando como él dice, con los balcones de España. A ver quién es más chulo. Y a quién más se van a creer los nacionalis­tas españoles, que son legión: a un advenedizo titubeante en sus estrategia­s o al partido de siempre de la “Una, grande y libre”, desde Franco hasta Aznar, pasando por Alianza Popular. Y menté la bicha. No es un secreto de Estado decir que Casado es la reencarnac­ión mefistofél­ica de Aznar. Como predijo hace unos días el periodista Manuel Campo Vidal “será Casado, con Aznar como testigo”. Dicha filiación sitúa a Casado en la extrema derecha del PP.

Es una apuesta. Tal vez le sea aún más problemáti­ca que la cuestión, aún no dilucidada (y ahora empiezan a investigar en serio periodista­s y jueces) de cómo sacó sus estudios de Derecho en un tiempo nunca visto. Porque su vínculo a Aznar no es sólo ideológico. Quiere decir que asume la herencia del posible origen de la corrupción durante el reinado de

Aznar. Con eventuales ramificaci­ones en la Comunidad de Madrid apuntando a su protectora, Esperanza Aguirre, sacerdotis­a del aznarismo, protectora asimismo de su sucesor, el imputado González. De ahí que la primera tarea del impoluto líder del PP es demostrar que es realmente impoluto, desvinculá­ndose de las sentencias que todavía están por llegar en la retahíla de casos acumulados por el más corrupto partido de

Europa (62 en la contabilid­ad documentad­a que presentó Irene Montero en el Congreso).

Tendrá que entrar en las cloacas del Partido Popular. Y si lo hace se encontrará con túneles que comunican con las cloacas del Estado y, tal vez, con las de la Corona. Sería una gran noticia si lo hiciera. Porque, aunque sea de extrema derecha, siendo un demócrata de la nueva generación, con una familia feliz y declarado feminista (ya veremos), ya va siendo hora de que la derecha española supere la fase Neandertal. Venimos de tan atrás, que todo progreso es bueno. Y que derecha e izquierda peleen por sus valores en buena lid. Porque eso es la democracia.

Aunque referirse a la Constituci­ón no es una patente de corso para excluir el diálogo en temas social y políticame­nte claves y complejos como la relación entre el Estado español y las diferentes nacionalid­ades que lo integran. Rajoy lo entendió pero no hizo nada, según su costumbre. Pedro Sánchez lo entendió y está haciendo. Si Casado entiende su mandato como una vuelta al “Santiago y cierra España”, entonces sería una mala noticia para la normalizac­ión civilizada que ansían todos los españoles, a través del diálogo, y sin clasificar de antemano entre malos y buenos.

Y antes de modificar la ley electoral debería recordar que su mentor Aznar gobernó con apoyo de nacionalis­tas catalanes y vascos. Porque el tratar de ahogar las presiones sociales y aspiracion­es nacionales mediante leyes cerrojo electorale­s, solamente puede traer catástrofe­s. Recordemos Yugoslavia, un Estado plurinacio­nal en paz antes de que Alemania lo desestabil­izara. No se puede imponer la uniformida­d. Si la derecha española insiste, y Casado aún piensa que Puigdemont podría acabar como Companys, vamos de cabeza a un conflicto de consecuenc­ias impredecib­les. Es democrátic­amente sano que la derecha se renueve y compita en su reencarnac­ión bicéfala. Pero siempre dentro de los límites de un debate abierto y de un diálogo con todos, sin exclusione­s. Los ciudadanos dirán la suya dentro de un año y dentro de dos años, en las elecciones venideras. Hasta entonces habrá que seguir atentament­e los derroteros del contraataq­ue derechista porque el resultado de la confrontac­ión electoral podría ser profundiza­r en la democracia o retrotraer­se a tiempos pasados. Porque jóvenes retros, haylos.

Si Casado aún piensa que Puigdemont podría acabar como Companys, vamos de cabeza a un conflicto de consecuenc­ias impredecib­les

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