Política y romanticismo
SE cumplen doscientos años de la publicación de Frankenstein o el moderno Prometeo. La historia se le ocurrió a Mary Shelley dos veranos antes en una villa alquilada junto al lago Ginebra, en la que se instaló su familia, a los que se unió el poeta Lord Byron, junto a su amante y un amigo médico. Como los días eran húmedos y poco amables -la lluvia no cesaba- decidieron escribir cada uno de ellos relatos sobrenaturales que luego leerían a los demás. A Shelley le inspiraron los experimentos del filósofo Erasmus Darwin, que se decía que había reanimado materia muerta. Y de todo ello nació Frankenstein.
A la variopinta mayoría que permitió a Pedro Sánchez llegar a la Moncloa se la llamó Frankenstein. Y por extensión a su Ejecutivo, aunque el país no pareció tener la sensación de estar gobernado por monstruos. Al contrario, se percibió casi como una liberación, por el cambio de formas y discursos. Sin embargo, la votación del viernes en el Congreso, que rechazó el techo de gasto, hizo que la oposición volviera a referirse al ser imaginado por Mary Shelley. En cualquier caso, el fraccionamiento de la política española hace que pueda definirse como Frankenstein también la oposición. La derrota del Gobierno en el Parlamento no fue exactamente una victoria de la oposición, pues puso de manifiesto sus contradicciones internas, hasta el punto de que tuvieron que votar contra algo que les beneficiaba.
El independentismo catalán también tiene algo de Frankenstein: no es un cuerpo homogéneo, con una guerra soterrada entre ERC y el PDECat por la hegemonía. Y otra en el seno de esta última formación por no acabar diluida en este nuevo invento denominado Crida Nacional per la República.
La política cada vez se parece más a los cuentos fantásticos del romanticismo, aunque hay que ir con cuidado porque, como nos muestra Frankenstein, a menudo el monstruo devora a sus creadores.