La Vanguardia

Maneras de despedirse

- Daniel Fernández D. FERNÁNDEZ, editor

El verano, con sus idas y venidas vacacional­es, es época de despedidas constantes, y de ellas nos habla Llucia Ramis, que se pregunta por los significad­os que se esconden tras las múltiples fórmulas que existen para finalizar una conversaci­ón: “Me gusta el abrazo mallorquín, una aferrada pes coll. Como parece una amenaza (te agarraré por el pescuezo), a veces puntualizo que no es que quiera estrangula­rlos, sino que es una versión bestia del achuchón. Otras –la mayoría– lo dejo en “una aferrada”, y ya”.

Que el tiempo es relativo lo cierto es que, más que intuirlo, lo sabíamos, por más que no fuésemos capaces de formularlo. Es lo que tienen los sentimient­os y ser de letras, que nuestras certezas nunca son absolutas. Mucho menos demostrabl­es y verificabl­es. Habitamos un mundo, tras estos pocos siglos de civilizaci­ón, en el que el poeta no cuenta. Sus intuicione­s no son más que eso, un destello en la oscuridad, sin conocimien­to ni sistema. ¿Quién se fiaría del loco que llama mentiroso a uno de los que poseen la bata blanca? ¿Quién dejaría que un iluminado ordene internar a su mujer, a su esposo? Ya nos cuesta asumir la toga, y negamos la imparciali­dad de los jueces y de los leguleyos, discutimos la autoridad de cualquier político, de todo hombre público, pero todavía respetamos la ley de los científico­s, todavía creemos en los doctores, en los médicos, la única profesión que recién se licencia y ya recibe y disfruta el título popular de doctor. Si una bata blanca médica nos dice que nuestra pareja está loca y que debe ser ingresada, podemos dudar, sí, pero finalmente nos sometemos. Como no lo haríamos ni ante la justicia ni ante el poder. Somos así, gentes que empequeñec­en ante los que deberían cuidarlos, que han pasado de matasanos y barberos a ser dioses. No es de extrañar que los médicos estén en la cúspide de la sociedad, pues son los guardianes de la salud, es decir, de la vida, aunque muchos lo desconozca­n casi todo de ella.

El verano, las vacaciones, esa convención social, son días propensos a las enfermedad­es extrañas. Autoinduci­das, dicen. Sugestiona­das, tal vez. Autoinmune­s, pudiera ser. Y pese a la estadístic­a de divorcios, que aumentan durante el ocio estival, cuando las parejas descubren la evidencia de que ya no se soportan, no acabamos de relacionar nuestros males del alma con nuestras pesadumbre­s físicas. Es la edad, empezamos a escuchar en cuanto traspasamo­s la barrera del medio siglo. Sí, claro, vivir mata. Lentamente, si nos paramos a pensarlo, pero mata. Poca duda hay de eso, aunque Unamuno se preguntase que por qué no había de ser él el primero en no morir. Y envejecer es un proceso feo, aunque la alternativ­a sea peor, claro. Y el tiempo nos carcome y acumula grasas y perplejida­des. Vivir es breve jornada. O, como dijo santa Teresa de Jesús, la vida es una mala noche en una mala posada. Muy apropiado para nuestros veranos viajeros, con esos hospedajes que no siempre son lo que deseamos, lo que soñamos. La vida es corta y el día es largo, muy largo. Y al revés, el día puede ser corto y la vida hacerse larga y cansina. Según depende. Porque el tiempo, bien que lo sabíamos, es relativo. Está hecho de una materia similar al metal fundido, que a veces avanza lenta y penosament­e, con toda su carga de escorias, y en otras ocasiones se precipita y despeña a toda velocidad, para hundirse en el crisol de los días. Hay que fundirse las semanas de las vacaciones. Hay que disfrutarl­as. Es una vez al año. Ya dormiremos cuando regresemos al despacho, a la rutina, a nuestra acostumbra­da cama. Mientras tanto, hay que abrasarse en estos días del verano, quemar las horas, convertir el descanso en ajetreo, en descubrimi­ento, en diversión, sobre todo en diversión. Llenar las horas, vivirlas, cansarlas a fuerza de nuevas experienci­as, de otros lugares. Nada más triste que el que vuelve y, a la pregunta tópica de qué hizo en vacaciones, responde: nada, no hice nada. Leer un rato, caminar, dejar pasar el tiempo, ser consciente de los días, mirar las estrellas, conformarm­e con vivir… Todo eso que creemos un desperdici­o, un echar a perder la vida, una forma malsana de gastar el tiempo que nos es propio y propicio, esas mismas vacaciones que son el invento social para compensarn­os de la vida que llevamos durante el resto del año.

Siempre habrá alguien que nos diga que no necesita vacaciones, que ya vive todo el año como quisiera, que no tiene ningún deseo de descansar de su vida. Ni qué decir tiene que lo miraremos mal. Será de nuevo un loco o un presuntuos­o, casi seguro un fantasma, a lo peor un poeta. En todo caso, un chiflado, vengan o no los doctores a diagnostic­arlo. Y eso pese a que algunos hayamos venido a pasar el verano, a sentir esa vida de los pueblos y las ciudades de provincias, con su tiempo lento y extenso, como regalado. Qué materia tan extraña la del tiempo. La primera semana de vacaciones es de descompres­ión, nos dicen. La segunda es la que cuenta, la que se disfruta. En la tercera ya nos vence la angustia del regreso, la anticipaci­ón de lo que nos aguarda. Un consejo hoy, último domingo de julio, para las vacaciones que la mayoría empezará o ha empezado ya: no sigan las noticias, dejen de poner el despertado­r, no hagan demasiados planes, limítense a ensanchar sus días, no se agobien por la brevedad de su época de libertad y descanso, vean cómo avanza la luz y cómo crecen las sombras, dejen que el día les gobierne, porque ninguno de nosotros es dueño de sus horas. Y porque si al final hay que morirse, qué remedio, y sólo nos quedasen dos meses de vida, lo sensato sería elegir, precisamen­te, julio y agosto, el verano, ese tiempo lento del que estamos hechos.

No hagan demasiados planes, dejen que el día les gobierne, porque ninguno de nosotros es dueño de sus horas

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GODONG / GETTY

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