Una calle en amarillo y negro
Primero se llamó Cortes. Luego, durante la República, fue Corts Catalanes. En el franquismo mutó a José Antonio Primo de Rivera. Ahora ha recuperado el nombre republicano, aunque para todo el mundo es, simplemente, la Gran Via. Ayer era una calle en amarillo y negro, la de la protesta del sector del taxi.
La arteria cruza longitudinalmente Barcelona. Mide trece kilómetros y va de l’Hospitalet a Sant Adrià del Besòs. La pregunta es de trivial: ¿cuántos taxis caben en este espacio? La verdad, muchos. Se ve a simple vista. La zona central está ocupada por este tipo de vehículos, incluso algunos que son de otras ciudades y que han venido a sumarse a las protestas. Ocupan cuatro carriles, dejando libre uno por si hay que salir y los laterales, donde el tránsito discurre de forma fluida.
Como esto ocurre en vacaciones, el impacto sobre la urbe es menor. En otras circunstancias el atasco sería de órdago. La ciudad funciona ahora con otra velocidad, al ralentí, pero ayer la imagen era extraña: miles de taxis parados sobre el asfalto. Si no fuera porque alrededor la vida continúa aunque a baja intensidad, con gente caminando, bajando a las bocas del metro, cogiendo un autobús, comprando en los comercios o pasando el rato en las terrazas de los bares, la escena tendría tintes de película apocalíptica, de esas donde una gran catástrofe marciana deja las calles vacías de gente pero llenas de vehículos.
A lo largo de la vía hay grupos de taxistas sentados, charlando. Algunos han montado tiendas de campaña. Otros se han traído sillas plegables para pasar las horas más cómodamente. Es una imagen de tiempo que se ha detenido.
Este conflicto tiene reminiscencias de las grandes huelgas obreras de los siglos XIX y XX, pero hay una diferencia: aquí no es simplemente problema de empresarios y trabajadores; el patrón es un nuevo mundo que ha llegado rápidamente y a todos los ámbitos. Las telecomunicaciones y las nuevas empresas han cambiado radicalmente el panorama, pero ante mutaciones tan bruscas la administración deberá poner orden. Uno de los problemas, por no decir el principal, es el coste de las licencias. Para sacarse una de taxi hay que desembolsar como mínimo –y seguramente mucho más– 110.000 euros. Las de VTC están por menos de la mitad. Es decir, que va a ser difícil evitar nuevos sistemas de transporte, pero deben adecuarse a unas reglas del juego igualitarias, de forma que la situación sea justa para todos. Precisamente, una de las cuestiones principales es el crecimiento de las licencias VTC.
A medida que uno se aproxima al centro del ciudad, el paisaje se transforma en más chocante. Los taxistas se concentran en la zona del paseo de Gràcia entre la Gran Vía y la Ronda. Buscan la sombra de árboles y portales de tiendas; unos charlan entre ellos, otros se han acomodado para echar una partida de cartas. Una cosa llama la atención: en los corrillos se hablan muchos idiomas, porque el conductor es ya multinacional y muchos son asiáticos o africanos.
Entre ellos deambulan turistas sudorosos que carretean maletas intentando llegar al lugar que han reservado para pasar sus vacaciones. En una boca del metro uno pregunta: “¿Esto durará mucho?” Una empleada de transportes que ha salido a fumar le dice que es una huelga indefinida y el hombre pone cara de desesperación. Hay una delgada línea que si se cruza es peligrosa: si una ciudad se convierte en incómoda la gente no viene.
A un lado de la huelga, los manteros extienden su mercancía, por ver si los visitantes pican, pero hoy están más preocupados por ver cómo se mueven que por gastar sus euros. A lo largo de la calle hay guardias urbanos que están tranquilos porque la situación no es tensa. Un poco más abajo, un tenderete intenta concienciar a la gente del problema del tráfico de órganos humanos en China. Es un panorama insólito, surrealista.
La cuestión es hasta cuánto podrán aguantar los taxistas porque su protesta les está costando mucho dinero. Llevan días sin hacer una sola carrera, sin jornal. De momento sólo aguardan; simplemente están esperando una solución en la Gran Via, convertida en una descomunal parada de taxis que nadie cogerá: una calle en amarillo y negro.
La Gran Via se ha transformado en una descomunal e insólita parada de taxis que nadie cogerá