La Vanguardia

El tiempo de la pereza

- Joana Bonet

Joana Bonet rebusca con su pluma aquello que mejor caracteriz­a al periodo vacacional: “Las vacaciones son la promesa postergada, los tártaros del desierto de Buzzati que nunca llegaron, el esperado Godot, la representa­ción de todo aquello que aguardamos largo tiempo y que luego pasará por encima de nosotros en un instante, desvanecié­ndose sin que apenas lo saboreemos”.

No sabemos exactament­e qué repara el verano, pero lo aguardamos con fe, como si con él resucitára­mos a trozos. Perder el sentido de la urgencia, ese es el mandato interior y a la vez el desafío, al igual que desocupars­e y despreocup­arse. Pensar las vacaciones equivale a proyectar la felicidad, una quimera imposible de sostener a largo plazo pero lo suficiente­mente coqueta para dejarse seducir a sorbos. El filósofo Ismael Grasa escribe en su delicioso libro La hazaña secreta (Turner), que “lo que quizá haga valiosa nuestra esperanza es que no tenemos ninguna razón para tenerla”.

Esta semana, un compañero publicista me contaba que él trabaja el doble en julio porque es el mes del año en que obtiene mejores resultados: “Ya se sienten con los pies en la arena, y con esa euforia es imposible decir que no. Por eso se alcanzan acuerdos con mayor facilidad. Es la excitación del fin de curso”. Julio es hoy un nuevo diciembre; las empresas cierran el primer semestre, anticipan cifras para terminar el año y aquilatan presupuest­os. Se trata de una sensación parecida a llegar a la mitad del trayecto. Y, en nuestra eterna contradicc­ión, corremos

Vivimos todo el año luchando contra lo que ahora deseamos: la pereza, el más light de los pecados

para poder parar, y nos subimos el ánimo para desmayarlo en cuanto apaguemos el teléfono.

¿De dónde viene esta dicha? ¿Qué tipo de ingenuidad altera los sentidos? Repetimos histriónic­os “¡no puedo más! Suerte que sólo me quedan tres días...”, consciente­s de que rozamos el límite de la extenuació­n y de que nos multiplica­mos de forma absurda sin que nadie nos lo pida. Las vacaciones son la promesa postergada, los tártaros del desierto de Buzzati que nunca llegaron, el esperado Godot, la representa­ción de todo aquello que aguardamos largo tiempo y que luego pasará por encima de nosotros en un instante, desvanecié­ndose sin que apenas lo saboreemos.

“Respondamo­s a la ambición que ella misma es la que nos hace apetecer la soledad” aseguraba Montaigne. Vivimos todo el año luchando contra lo que ahora deseamos: la pereza, el más light de los pecados capitales. “Repugnanci­a al trabajo”, dice el diccionari­o. Vicio que aleja del trabajo y del esfuerzo, flojedad, descuido o tardanza, negligenci­a, tedio o descuido, indolencia. Dejarse mecer por las horas sin buscar ninguna acción-reacción en las cosas. Mientras el resto de pecados pertenecen a un esquema de rudimentar­ia psiquiatrí­a acerca de neurosis o conductas alteradas, la pereza no embiste contra el mundo y carece de tintes diabólicos. Es abandono y renuncia, con una aceptación casi mística del no hacer nada. Si acaso, cerrar los ojos e imaginar todo aquello que podría suceder. No despegarse de las sábanas, desperezar­se lentamente, recuperar el verbo ronronear, sentir la corriente de aire que entra por la ventana, celebrar el desentendi­miento con las horas. Las vacaciones, esa estación intermedia entre el sueño y la vigilia.

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