La condición necesaria
Estamos a las puertas de agosto y la crisis catalana ha entrado en una fase de enquistamiento que, contra lo que podía parecer tras la moción de censura, no va camino de la desinflamación. La lógica circular del momento es la del bloqueo crónico, a causa de la situación de los presos políticos y los exiliados: la existencia de líderes encarcelados hace muy difícil (por no decir imposible) hacer política y, a la vez, la falta de política no permite imaginar la salida de prisión y el retorno del exilio de las mujeres y hombres responsables del proceso. El Estado emite señales diversas en este sentido: la delegada del gobierno en Catalunya, Teresa Cunillera, dice que le gustaría que los presos estuvieran en libertad provisional mientras la fiscal general, María José Segarra, afirma que se seguirá persiguiendo a todos los políticos investigados digan lo que digan los jueces alemanes. Todo eso ocurre cuando, en el Congreso, los independentistas le recuerdan a Sánchez que no han firmado ningún cheque en blanco.
The Economist –que no es el fanzine de un casal de jóvenes independentistas– recomienda que se liberen los presos catalanes, que se les acuse de “desobedecer la Constitución” y que se les suspenda durante un largo tiempo, para evitar efectos contraproducentes para los poderes españoles. Los prescriptores internacionales saben –como sabemos muchos aquí– que un juicio por rebelión no contribuirá en nada a regresar a la política. El sector del independentismo más contrario a revisar la estrategia del proceso en clave gradualista espera que la actitud de los jueces del Supremo –que no esconden su resentimiento por todo lo que ha sucedido en Schleswig-Holstein– dé más alas y más apoyos a un movimiento decapitado pero altamente motivado todavía, y dispuesto a movilizarse las veces que haga falta, a pesar de las disputas partidistas. La táctica de Puigdemont –retornado a Waterloo– se basa en aprovechar con habilidad de karateka todos los golpes rabiosos que propina la justicia española.
Dejar en libertad a los presos y permitir el retorno de los exiliados es condición necesaria –no suficiente– para que hacer política entre Madrid y Barcelona no sea una noble aspiración fundamentada solamente en buenas y vagas intenciones. No porque lo diga The Economist, sino porque cualquier análisis realista y con sentido común –sin visceralidad– conduce a esta conclusión. Pero no es sólo el independentismo el que está muy dominado por las emociones, también los poderes del Estado actúan desde la fe fanática y el calentón, extremo que Llarena ejemplariza tan bien como la brutal represión policial del 1 de octubre y los discursos del nuevo líder popular. Casado compite obscenamente con Rivera a la hora de amenazar al independentismo, lo cual me plantea una pregunta importante: ¿las élites económicas que han bendecido el recambio en el PP piensan de veras que la profunda crisis catalana se resolverá con más porrazos y más políticos encarcelados?
Dejar en libertad a los presos y el regreso de los exiliados es indispensable para volver a hacer política