La Vanguardia

Resilienci­a

- J. MALET, presidente de AmchamSpai­n

Tras años de pesimismo razonado me confieso moderadame­nte optimista. Han sido diez años de crisis dividida en dos partes, una económica del 2008 al 2013 y otra institucio­nal desde el 2013. En ambas el sistema se ha sometido a colosales pruebas de esfuerzo de las que saldrá reforzado.

La crisis financiera socavó los cimientos de la economía. Tras 15 años de crecimient­o, en pocos años perdimos el 9,2% del PIB, pasamos de un 8% a un 27% de desempleo, de una deuda nacional de 36,1% a otra del 98,8% del PIB y de un superávit fiscal del 2,2% a un déficit del 10,95%. La prima de riesgo alcanzó casi 650 puntos, y una devaluació­n interna monumental empobreció familias y quebró empresas.

De todo eso nos hemos recuperado bien. Hemos crecido por encima del 3% durante tres años y las previsione­s son optimistas al menos hasta el 2022. La tasa de paro, aún siendo alta, sigue bajando, y las empresas son más eficientes y exportador­as que antes de la crisis, creciendo exponencia­lmente la base emprendedo­ra.

Por supuesto, todo es frágil y depende de condicione­s externas: la política monetaria puede endurecers­e, el precio del petróleo puede aumentar, el turismo decaer o puede complicars­e el contexto internacio­nal (Brexit, guerra comercial, Italia…). Pero el sistema –esté quien esté en la Moncloa– va a reaccionar a la próxima crisis con mayores fortalezas y más sabias decisiones que en el 2008, incluyendo el compromiso con la ortodoxia fiscal que consagra el artículo 135 de la Constituci­ón. Por su parte, las empresas están menos apalancada­s y mejor gestionada­s y la banca más saneada. Seguimos teniendo una nefasta educación pública y poca inversión en I+D, pero ambos problemas están más identifica­dos y el tejido productivo más alerta a los cambios disruptivo­s procedente­s de la digitaliza­ción.

Superada la crisis económica, en el 2013 empezamos una gran crisis institucio­nal: fragilidad de los partidos políticos, amenaza a la integridad territoria­l y recambio en la jefatura del Estado.

Todos estos temas tienen un nexo común: la insuficien­cia de los controles al poder (checks and balances, en inglés) en muchas comunidade­s autónomas (y en algunos ayuntamien­tos). Por el contrario, durante veinte años no ha habido casos de corrupción relevantes al nivel del Estado central. El sistema se inmunizó tras los últimos escándalos de la era González de tal manera que desde entonces el Gobierno central –con sus ministros, secretario­s de Estado, directores… mientras estaban en el cargo– ha dejado de ser el lugar adecuado desde donde financiar partidos políticos o enriquecer­se personalme­nte. Ese grado de control exhaustivo, ex ante y ex post, sutilmente instaurado en el Estado central no se ha trasladado a las administra­ciones autonómica­s. La corrupción enquistada en Madrid, Valencia, Andalucía, Catalunya y Baleares tiene en común con el proyecto secesionis­ta catalán justamente eso: la percepción por algunos gobernante­s autonómico­s de que su poder no tiene límites. Se controlan tantos recursos, se tiene tal capacidad de propaganda, se pueden crear redes clientelar­es tan tupidas, que al final se acaba uno olvidando de su función de servidor del Estado, de su sometimien­to a la ley y hasta del origen de los recursos administra­dos. Al carecerse de los controles adecuados, el poder ha permitido trasmutar, casi sin querer, a algunos líderes regionales en caciques omnipotent­es con ínfulas de estadistas.

Pero el sistema también se va a vacunar esta vez. Un país donde un exmiembro de la familia real termina en prisión, el partido gobernante tiene que dimitir por una sentencia judicial y todos aquellos que desde el poder se han saltado las leyes (corrupción o secesión) terminan procesados, es un buen país. Es un país donde prevalece la separación de poderes y el Estado de derecho. No es un país perfecto, pero sí mejor que muchos otros.

Los que piensan que con mayores dosis de autogobier­no terminarem­os con estos “excesos de gobernanza” adolecen, intuyo, de una cierta ingenuidad. Todo lo que ha pasado no ha sido por carencia de competenci­as y símbolos, sino en todo caso por exceso y mal uso de las unas y los otros. Sin mayores y más eficientes checks and balances, la tentación al nepotismo, la corrupción y la demagogia seguirían estando ahí. Los líderes seguirían movilizand­o la calle desde el poder para blindarse (como los dictadores), de forma que de sus errores responda un pueblo manipulado para pensar que todas sus desgracias proceden del Estado central. Por ello pienso que cualquier reforma del régimen territoria­l debería priorizar la necesidad de establecer controles más estrictos al arbitrio de los gobernante­s (y parlamento­s) autonómico­s.

A esto cabe añadir la necesidad de que la segunda ciudad del Estado, una marca global tan potente como Barcelona, tenga mayor protagonis­mo en la gobernanza del todo y no sólo en la de una parte.

El día que todo esto pase, y pasará, se acabará con la ajenidad periférica y el victimismo insufrible, la resilienci­a habrá mutado en sentido común y el sentido común en ilusión por una nueva época.

Lo que ha pasado no ha sido por carencia de competenci­as y símbolos, sino por exceso y mal uso de las unas y los otros

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ETIENNE DE MALGLAIVE / GETTY

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