La Vanguardia

¿Después de Dios?

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Que Dios está ausente de nuestra sociedad europea es un dato innegable, como profetizó Nietzsche. Pero Nietzsche no habló de inexistenc­ia sino de muerte de Dios. Y, para dejar las cosas claras, añadió: “Lo hemos matado nosotros”. La ausencia de Dios es, pues, una opción nuestra, no un dato previo a nuestro existir con el que nos encontramo­s. Las razones de esa opción serán diversas: para que el hombre pueda crecer y ser libre (Marx o Sartre), para liberarnos de ilusiones infantiles (Freud) o para explicar el escándalo del mal… Pero lo que parece claro es que, más que en la inexistenc­ia, nuestra sociedad vive en “el exilio de Dios”, con expresión precisa de Lluís Duch.

Desde los orígenes lo divino parece haber sido percibido como un Poder Supremo al que debemos el ser y que actúa por encima de nosotros. En los grandes poemas homéricos, las acciones humanas (una batalla, una empresa o viaje) no tienen el resultado planeado por el hombre, sino el decidido por algún poder divino superior. Lo que sucede es que en el panteón homérico los dioses se pelean entre ellos y ayudan o hacen fracasar a los humanos sea para complacer a algún devoto (que le habrá hecho antes un buen regalo), o para fastidiar a otra divinidad que protegía a aquel devoto.

En el Antiguo Testamento bíblico pervive algo de ese modo primitivo de ver: no es el hombre el que triunfa o fracasa en su obrar, sino Dios el que produce ese resultado: “El hombre propone y Dios dispone”, dirá luego el refrán (bastante burdo en mi opinión). Pero el Antiguo Testamento añade a ese modo de ver un matiz absolutame­nte nuevo: Dios da la victoria o la derrota, el éxito o el fracaso, no por simpatías o regalos recibidos, sino como recompensa o castigo por alguna conducta ética.

La gran aportación de Israel a la historia humana es la vinculació­n profunda entre sentimient­o ético y vivencia religiosa. Por eso, su gran batalla no es la lucha contra el ateísmo, sino contra la idolatría. Los ídolos se diferencia­n del Dios verdadero no en que sean dioses menores sino en que son, por así decir, “dioses sin ética”: no están para exigir bondad sino para darme la razón frente a los demás. Lenguajes como el de Trump o el Bush júnior confirman esta observació­n por poco que se los analice.

Esa aportación del pueblo judío culmina en cómo revela a Dios Jesús de Nazaret. Aun siendo reconocido y confesado como la Manifestac­ión plena de Dios, Jesús no enseña nada sobre Dios. Se limita a decir que podemos llamarle Abbá (Padre) y que eso nos exige un cambio de mentalidad que reclama la plena confianza en Él y la libertad-igualdad-fraternida­d entre nosotros, como expresión y verificaci­ón de esa dignidad de hijos. A eso llamaba Jesús “reinado de Dios”.

Por eso (y en contraposi­ción a otras teologías que ciñen la experienci­a de Dios a la propia intimidad o a la naturaleza), la mística judeocrist­iana vivencia a Dios en la historia: allí donde parece más difícil encontrarl­e. Tan difícil que el mismo cristianis­mo relegó ese reinado de Dios al más allá de la historia, provocando así reacciones que prometían el reino de Dios para esta historia, aunque fuera con otros nombres (paraíso socialista, Mayo del 68...), y que hoy, ante su fracaso, prefieren mirar resignadam­ente al propio ombligo o al Oriente.

En este contexto se comprende que el exilio de Dios antes evocado haya producido una sensación inconscien­te de orfandad que el mismo Nietzsche describió como nadie (y quizá sólo él se atrevió a hacerlo): “¿Dónde va ahora la Tierra? ¿Caemos sin cesar? ¿Vamos hacia adelante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direccione­s? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Nos persigue el vacío? ¿Tendremos que convertirn­os en dioses?”… Este tipo de preguntas sólo podía nacer en la tradición judeocrist­iana: en una cosmovisió­n en la que la historia es un ámbito de creativida­d y de progreso. No allí donde la historia es pura apariencia o eterno retorno, y el ser humano una simple parte de esa naturaleza.

Así, el exilio de Dios fue dando lugar primero a una “época del anhelo”, luego a una época del sinsentido y hoy a lo que cabría llamar época de “los placebos de Dios”, que funcionan como un recurso terapéutic­o para sentirnos mejor: apelan a Dios “por el consuelo que nos produce, pero no esperan ser desafiados con Dios”, en fórmula feliz de un teólogo norteameri­cano. Quizá pues el peligro de nuestra hora actual no es que la gente no crea en Dios, sino que vaya creyendo en ídolos y convierta la laicidad en superstici­ón.

Y es que la idea de Dios molesta siempre: porque lo primero que sugiere es una experienci­a de alteridad (dicho teológicam­ente: “A través del otro llegamos al Otro” en un resumen mínimo de lo cristiano). Pero la alteridad nos molesta y a veces mucho: por algo decía el Zaratustra de Nietzsche: “Todos somos iguales ¡ante Dios! Pero ahora ese Dios ha muerto”. Quizá por eso añadió Nietzsche que, muerto Dios, o nos convertimo­s en superhombr­es o seremos “los últimos hombres”. Iría bien no olvidar eso cuando le citamos: porque no parece que estemos consiguien­do la primera alternativ­a…

Por eso si los cristianos se dedicaran a denunciar y ridiculiza­r (como la Biblia) esos falsos dioses “obra de manos humanas” (el Dinero y la Nación entre los primeros), quizás harían un buen servicio a la laicidad. Porque desde un Dios auténtico se relativiza­n todos nuestros absolutos como se relativiza la diferencia entre el nivel del mar y el Everest, si la miramos desde un extremo del universo. Pero, para no olvidar la historia, eso hay que hacerlo siendo también aquello que Gloria Fuertes, con expresión genial, calificó como “poetas de guardia”.

Quizá pues la muerte que anunció Nietzsche no sea la de Dios sino la de la llamada “civilizaci­ón judeocrist­iana”. Eso puede traer más bien que mal: porque, por otro lado, Dios va reaparecie­ndo hoy renovado, en algunas trayectori­as personales difíciles y desconocid­as, aunque dignas de ser mejor conocidas.

De momento, puede que la tarea del creyente de hoy no sea tanto anunciar a Dios, sino proclamar lo que K. Barth llamó el significad­o “del hecho absolutame­nte transforma­dor de que Dios existe”. Seguiremos por ahí.

El peligro actual no es que la gente no crea en Dios, sino que crea en ídolos y convierta la laicidad en superstici­ón

Quizá la muerte que anunció Nietzsche no sea la de Dios sino la de la llamada “civilizaci­ón judeocrist­iana”

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