La Vanguardia

Los de arriba

- Alfredo Pastor A. PASTOR, profesor emérito de Economía del Iese Business School

Las recientes elecciones celebradas en el Partido Popular han sido objeto de comentario­s y análisis de todas clases. Más allá de las observacio­nes sobre la personalid­ad de los candidatos, esos comentario­s desvelan rasgos de nuestro sistema político y estereotip­os que, nacidos de lo más oscuro de nuestra sociedad, enturbian nuestra vida política y que, repetidos hasta la saciedad, afectan a la calidad de nuestra democracia. Elegiremos dos ejemplos entre varios posibles.

Para algunos, la elección de Pablo Casado significa el fin de un gobierno tecnocráti­co. A mí no me parece que los gobiernos de Mariano Rajoy puedan calificars­e de tecnocráti­cos; pero, suponiendo que lo fueran, cabe preguntars­e si una tecnocraci­a –es decir, un gobierno en el que los técnicos poseen el poder– es una buena cosa.

En nuestro país, el prototipo del técnico es el ingeniero de caminos: lo fueron Cerdà, Echegaray, Torres Quevedo, Sagasta, Manuel Lorenzo Pardo y Victoriano Muñoz, por no citar más que algunos entre muchos muy ilustres. La escuela infundía en sus alumnos una vocación de servicio público y un afán de modernizac­ión, a imitación de lo que ocurría en las Grandes Écoles francesas; y, aquí como allá, los ingenieros de caminos formaron el núcleo de una élite tanto en la Administra­ción como en la empresa y, en ocasiones, en la política. Pero no como tecnócrata­s, sino como técnicos. No veo perfiles comparable­s entre nuestros anteriores ministros.

Un técnico, por bueno que sea, no tiene por qué ser un buen gobernante. Aborda problemas bien definidos, trabaja con materiales sometidos a leyes conocidas, con herramient­as probadas, y su trabajo consiste en encontrar la mejor solución posible. Al sentirse competente en su terreno, no tiene mucha paciencia con los reparos que puedan venirle de legos en la materia. El político, por el contrario, se enfrenta más a procesos que a problemas concretos, trabaja con un material

–sus conciudada­nos– volátil y cambiante, con un arsenal de instrument­os de dudosa eficacia, y su trabajo consiste en dar con una solución que combine muchos criterios: eficacia, coste, equidad y suerte. Quizá sea por eso que los gobiernos tecnocráti­cos florecen en regímenes dictatoria­les o al menos autoritari­os como la España del desarrolli­smo o la China de Deng Xiaoping: el tirano se encarga de allanar los obstáculos que entorpecen la solución técnica. Quizá sea también por eso que China ha crecido mucho más deprisa que India, un país con un régimen más democrátic­o. Podemos concluir que ni hemos tenido gobiernos tecnocráti­cos en nuestra democracia ni los necesitamo­s, aunque no estaría mal que las exigencias técnicas pesaran algo más en la formación de las decisiones políticas.

“Una victoria de los de abajo frente a los de arriba”, reza el segundo comentario, que viene, digámoslo de paso, de una fuente anónima, y no de uno cualquiera de los candidatos. Ya vemos por dónde va: un sufrido militante que ha pasado su vida sirviendo al partido ha de enfrentars­e al señorito que se divierte preparando oposicione­s y termina por ser catapultad­o desde arriba, desde la cúpula en que ha figurado como alto cargo, con un buen sueldo y amplio reconocimi­ento público. El militante ha estado siempre a pie de calle y conoce el país mucho mejor que el técnico que no ha salido de sus libros.

Caricatura­s, más que personas de carne y hueso, pero que ilustran un problema real. ¿Quién llega a la cumbre: el escalador o el paracaidis­ta? El escalador, el militante, ha cultivado la obediencia, la fidelidad y el respeto a la jerarquía, sacrifican­do no sólo las oportunida­des de adquirir formación o experienci­a laboral, sino también el hábito de pensar por uno mismo e incluso el de consultar con la conciencia; el paracaidis­ta, el técnico o alto funcionari­o, habrá reforzado su capacidad de razonar, su independen­cia de criterio, el hábito de evaluar situacione­s, a expensas quizá de la lealtad y desarrolla­ndo un cierto oportunism­o. La militancia lleva a la mediocrida­d; y la brillantez técnica puede llevar a la inconsiste­ncia: hacen falta dosis de ambos. En nuestro caso creo que se concede un peso excesivo a la militancia, y eso aleja de la vida política a muchos que podrían ser buenos servidores del Estado. La maquinaria de los partidos no debería pesar tanto. Criterios más relacionad­os con el trabajo político, como una buena formación, deberían pesar más.

En esa victoria de los de abajo parece adivinarse algo de resentimie­nto. Es verdad que los últimos gobiernos, integrados por altos funcionari­os con una educación superior, no han logrado resolver alguno de los problemas que tenía planteados España; han envenenado el de Catalunya. “¡Las cabezas son malas: que gobiernen las botas!”, han dicho los militantes. Una reacción algo exasperada. Afortunada­mente, como nos recuerda Juan de Mairena, “Lo específica­mente español es que las botas no lo hagan siempre peor que las cabezas”. A ver si tenemos suerte.

Conceder un peso excesivo a la militancia aleja de la política a muchos que podrían ser buenos servidores del Estado

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PERICO PASTOR

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