La Vanguardia

Tomates de verdad

- Antoni Puigverd

Hay quien espera el verano para irse a las Maldivas o a los fiordos noruegos. Hay quien, con la billetera rebosante, anhela la llegada de agosto para completar las etapas del Tour gastronómi­co, y vuela a Bangkok para probar las exquisitec­es del Gaggan, que según la revista Restaurant es el mejor comedor asiático. Después, atravesará el Pacífico para aterrizar en Lima con la intención de sentarse en las mesas del Central y del Maido, considerad­os los mejores restaurant­es de América Latina. Culminará el periplo en el Eleven Madison Park de Nueva York y volará de regreso a Barcelona, suspirando por acercarse a Ca la Bruta de Vall-llobrega (literalmen­te: Casa de la Sucia), en el Empordà, para reparar el estómago castigado por tanta filigrana con unas carrillera­s de cerdo asadas al vino tinto, como Dios manda.

Pero no hay que tener tan abundante billetera para celebrar la llegada de agosto. Gracias a la costumbre periodísti­ca de redactar listados sobre cualquier tema, tenemos al alcance de todo tipo de bolsillos un catálogo infinito de soluciones estivales. De los 10 mejores

La verdad ha muerto como valor moral, político o periodísti­co, pero resiste en los huertos

restaurant­es a los 10 mejores paisajes. De los 10 mejores libros a las 10 mejores series. Mi lista preferida es la de los 10 mejores tomates. La aparición del tomate auténtico es la razón, modestísim­a, pero tan digna como cualquier otra, por la que yo espero la llegada del verano. Durante el resto del año, cultivado en invernader­os, el tomate es literalmen­te plástico. En los dos sentidos de la palabra: desde el punto de vista del aspecto, es un fruto bello, de un rojo bruñido y radiante, que puede adoptar las pláticas formas de una esfera, un corazón e, incluso, de una cordillera en miniatura. Pero desde el principalí­simo punto de vista del sabor y la textura, el tomate invernal es tan correoso y sintético como el plástico. Incomestib­le.

El tomate se niega a aceptar el relativism­o de nuestra época. En efecto. Gracias al aire acondicion­ado podemos helarnos en plena canícula. Gracias a los invernader­os podemos comer sandía en invierno. Gracias a los robots prescindim­os de las personas. Hemos sustituido el sexo por los ordenadore­s. Más aún: el pensamient­o dominante sostiene que la sexualidad nada tiene que ver con la naturaleza, tan sólo con la cultura. Las fake news han suplantado los hechos reales. Todo es tan relativo que hasta la distinción entre verdad y falsedad ha desapareci­do: la posverdad, bajo cuyo imperio vivimos, no tiene nada que ver con la clásica mentira (que negaba y, por lo tanto, reconocía a regañadien­tes la existencia de la verdad). La posverdad es la mentira general que todos los colectivos reclaman, pues la verdad a todos molesta, estorba o desagrada.

El tomate es el único que no se rinde al artificio y a la posverdad: es horrible en invierno; y delicioso en verano. La verdad ha muerto como valor moral, político o periodísti­co, pero resiste en los huertos. Madura bajo el sol veraniego, trepando por las tomateras.

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