La Vanguardia

La (primera) cena de gala

El pasaje de unos 6.000 huéspedes queda convocado por el capitán con recomendac­ión de ropa “formal”

- Jordi Basté

Engelbert, mi asistente hindú, llama a la puerta del camarote. “Are you ready to rock and roll?”, me pregunta y comienza a moverse como si bailara swing. Son las siete de la tarde y hoy hay la primera cena de gala de las dos previstas (la segunda será la noche del viernes, cuando Symphony of the seas eche el ancla en Nápoles).

La cena de gala significa vestuario “formal”, así a granel, sin especifica­r y, claro, puedes ver una enorme colección de cromos masculinos y femeninos en la concentrac­ión de la planta 5, la zona noble del crucero donde hemos sido invitados a una copa de champán vestidos para la ocasión. Los americanos son los más obedientes: la mayoría podrían entrar perfectame­nte de claque en una gala de los Oscar. Ellos de smoking y ellas de vestido largo de todos los colores. Los hindús, con sus trajes típicos y con una cantidad de laca que hace peligrar gravemente la capa de ozono, mientras en el bando europeo da la sensación que cada uno viste como le apetece (incluida alguna terrible bermuda en piernas blanco-talco).

De golpe suena una orquesta big band en la parte superior de la zona. Un festival de instrument­os de viento excepciona­l que debería contratar Juli Guiu para el próximo Festival de Cap Roig. Mientras hacen sonar una versión del Isn’t she lovely? de Stevie Wonder, van apareciend­o en un escenario el director del barco, el del hotel, el cocinero jefe ... La masa aplaude a la cúpula del barco y se lo pasa en grande mientras todos somos invitados a cenar en alguno de los res- taurantes de lujo y de pago que hay en el crucero. El barco ya está en alta mar, dirección Marsella y, por tanto, las tiendas que llenan esta zona y la planta 8 ( Bulgari, Hublot o el duty free) ya pueden abrir las puertas. De hecho, hay una normativa internacio­nal que prohibe el comercio en los cruceros si no estás navegando. Mientras los ocho miembros de la big band siguen tocando, me saluda un grupo de catalanes que, como siempre, aparecemos cuando menos te lo esperas. Charlamos sobre las bondades del barco mientras la gente hace cola en tropel para hacerse una fotografía en la escalera como si fueran la cretina familia de Kate Winslet en Titanic. Pero la felicidad, para que engañarnos, es esto en todas partes. “Yo estuve allí y tú no”. Si no, para qué tanta cámara y tanta tontería.

Me saluda Marta, una chica estupenda de Barcelona, simpática y dulcemente charlatana de unos 30 años que me obliga a prometerle que me tiraré un día de estos por un tobogán (no de agua) que baja a toda leche desde la planta 16 a la 6. Me deshago de la presión y voy a cenar al Chop’s Grill, un lugar entrañable donde un camarero sonriente (siempre la sonrisa en un crucero) me recomienda una crema de champiñone­s y una lubina. Pues adelante. Un pianista toca una pieza lenta y desesperad­amente triste que corrobora mi voluntaria­mente irremplaza­ble soledad (o independen­cia). Y, después del café final, el simpático camarero trae la cuenta que pagas con una tarjeta valeparato­do que recibes sólo entrar en el crucero. Una comodidad que contrastar­á con la desagradab­le sorpresa que será, a finales de septiembre, descubrir el cargo en la VISA de los deliciosos gastos del Symphony of the seas. Y buenas noches.

En la planta 5 del crucero, el capitán convoca a todos los huéspedes a una cena de lujo

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JORDI BASTÉ
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