La Vanguardia

“Corre por mis venas un torrente de cuentos”

Tengo 51 años. Nací en Londres y vivo en Casablanca. Soy escritor y explorador de la vida. Estoy divorciado y tengo dos hijos, Ariane (17) y Timur (15). ¿Política? Liberal. ¿Creencias? Las respeto todas, no profeso ninguna. Mi padre conversaba con Robert

- VÍCTOR-M. AMELA

He leído cuentos de su padre, Idries Shah... Publicó más de 300 cuentos, y sus ensayos sobre psicología, magia, sufismo, espiritual­idad... Algunos cuentos no los entiendo. ¡Ja, ja! Eso le decíamos mi hermana y yo, cuando nos los contaba de niños.

¿Y qué respondía él?

Que cada vez que nos contaba un cuento es como si nos estuviera poniendo una inyección... ¡y que ya notaríamos sus efectos!

¿Cuáles? ¿Cuándo?

Según cada momento y circunstan­cia. Yo sé que por mi cuerpo corre un torrente sanguíneo, ¡pero también un torrente de cuentos!

Le robaré esta metáfora.

¿Ves? Ya opera en ti. Sostenía mi padre que cada cuento es una máquina sofisticad­a, un mecanismo que irá operando dentro de ti...

Otra metáfora buena, también.

Un cuento es como ese objeto que, según el ángulo desde el que lo mires, varía. ¡Por eso sólo tú puedes interpreta­rlo! Por eso mi padre nos decía que ya sentiríamo­s su efecto...

¿Quién era su padre?

Idries Shah fue un escritor que con sus escritos quiso inyectar sabiduría tradiciona­l oriental a los occidental­es.

¿Lo logró?

Publicó durante medio siglo –de los años 40 a los 90– y le leyeron y admiraron Jorge Luis Borges, Robert Graves, J.D. Salinger, Ted Hughes, Doris Lessing...

¡Borges!

Borges admiró la enseñanza sufí de mi padre. Y de los cuentos de Borges decía mi padre... que eran muy orientales.

¡Graves!

Le he visto bañarse en el mar bajo la luna llena, he jugado con sus hijos, de niño, en su casa de Deià: ahora es museo, me entristezc­o...

¿Trabajaron Graves y Shah juntos?

Graves animó a mi padre a publicar Los sufis

y le escribió un prólogo que es prodigioso.

Salinger, Hughes, Lessing...

Doris Lessing no fue para mí la premio Nobel, sino aquella ancianita adorable sentada en el sillón de casa. Lessing viró del marxismo al sufismo por mi padre, y admitió que por eso empezó a escribir ciencia ficción.

Su padre, pues, sí influyó en otros.

Sé que cambió más de una vida. “¡Da siempre más de lo que tomes!”, me enseñó. Y yo así se lo enseño a mis hijos.

¿Qué más le enseñó?

“¡No imites, eres original!”. Odiaba la rutina y lo convencion­al, amaba lo desconcert­ante y raro. “¡Viaja!”: este mundo es puro lujo. “¡Imagina!”. Veía en cada persona un tesoro, disfrutaba explorándo­lo: hablaba con todos y veía lo exótico de todo, ¡sin irse al Tíbet!

¿Quién le había enseñado a él?

Su padre, miembro de una estirpe afgana considerad­a descendien­te de Mahoma, que heredó un principado en India concedido por los ingleses. ¡Y lo abandonó, para criar a mi padre! En Argentina, en Londres...

¿No ha intentado recuperar usted esas propiedade­s familiares?

Lo propuse cierta vez, de niño, y mi padre se enfadó: “¡No tienes idea del coraje de tu abuelo al dejar atrás lo material!”. Aprendí.

Cuénteme un cuento de Idries Shah.

Es de noche y Nasrudín busca algo en el suelo, en la calle, a la luz de una farola...

¿Quién es Nasrudín?

Un personaje de la tradición medieval sufí, a la vez necio y sabio, lúcido y bobo...

Desconcert­ante, del gusto de su padre.

”¿Qué buscas?”, le pregunta un vecino al pasar. “La llave de casa”, informa Nasrudín. “Te ayudo”, decide el vecino, y se agacha a buscar. Pasa otro vecino, y lo mismo. Y otro. Al rato, son muchas personas agachadas, todas buscando la llave de casa.

¿Y la llave no aparecía?

No, y entonces uno pregunta: “Nasrudín, ¿dónde perdiste exactament­e la llave?”. Y Nasrudín habla: “Delante de mi casa, pero allí está oscuro, ¡y aquí hay mucha luz!”.

No le pido que me lo interprete.

Claro. Ya operará en usted. Compártalo.

Quiero otro cuento, por favor.

Nasrudín cruza la frontera en burro, con una bala de paja en las alforjas. Regresa de vacío. Repite esto durante algunos meses, y se retira: es ya rico. Sus vecinos no lo entienden, pues la paja no vale tanto al otro lado. “¿Cómo lo hiciste?”, le pregunta uno a Nasrudín, que se lo explica: “No era con la paja, contraband­eaba con burros”.

Otro.

Nasrudín convence a su avaro vecino para que le preste una preciada olla. “¡Devuélveme­la intacta!”, le impone el avaro vecino.

Ay...

Nasrudín, al día siguiente se la devuelve intacta. Pero dentro hay una pequeña y preciosa ollita. “Es que tu olla ha parido”, explica Nasrudín. ¡El avaro salta de contento, ha ganado una ollita preciosa! Poco después, Nasrudín vuelve a pedir la olla del vecino...

Y el avaro, encantado esta vez, ¿no?

Sí, y le presta la olla. Pasan los días y Nasrudín no la devuelve. Muy enfadado, el avaro corre a reclamar su olla a casa de Nasrudín, que viste de luto y dice: “Así como te dije que tu olla había parido, te digo que tu olla ha muerto: te alegraste antes, pues llora ahora”.

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