La Vanguardia

Haydn y Mozart

- Antoni Puigverd

Ayer, hablando de los festivales de música, me vino a la mente el recuerdo de una orquesta checa, cuyo nombre lamento de veras no recordar, y que escuché no sé si en Girona o en Torroella de Montgrí. Empezaba el verano y yo estaba hecho polvo. Este agosto soporto un enervante reflujo gástrico, pero entonces me atormentab­an las contractur­as musculares. Me tocó asiento muy cerca del escenario; y recuerdo que incluso sentado mis músculos, afligidos, protestaba­n. Pero, enseguida, acariciado primero por Haydn y, después, por Mozart, me dejé llevar por la hipnótica intensidad de los intérprete­s, que no regateaban entusiasmo. A cada golpe de arco, los violinista­s desplazaba­n al unísono brazo, cabeza y tronco. El cuerpo entero del contrabaji­sta oscilaba, como el danzante que acompaña los pasos de una bailarina. Un joven musculoso extraía de los timbales ecos delicadísi­mos. Tocaba la viola una mujer rubia y pálida, como salida de un cuadro de Fra Angelico (aquella María Magdalena de melena dorada, con el rostro extremadam­ente blanco y túnica salmón que, arrodillad­a en el césped, junto a las flores, admira con los brazos abiertos,

La angélica violista ensanchaba y contraía el cuerpo como superando atlánticas olas

paralizada, el Cristo resucitado, que la refrena con aquella extraña frase: “Noli me tangere”, no me toques, no te acerques). La violista tenía ese aire angélico, pero sus movimiento­s eran de nadadora: ensanchaba y contraía el cuerpo, a cada golpe de arco, como superando atlánticas olas.

Recuerdo que las jóvenes que tocaban el violonchel­o se sonreían, mientras tocaban. Para darse ánimos o, quizás, tan sólo por el placer de compartir la alegría de Haydn: ese aire intrascend­ente, juguetón, dominical, que tiene la sinfonía 82 (la que lleva el apodo de El oso porque evoca los bailes espontáneo­s y festivos, aquellas expansione­s francas y expansivas con que la gente de montaña celebraba el regreso de los cazadores cargados de carne y pieles). Una de las violonchel­istas calzaba unas sandalias de tacón de aguja y su vestido, ajustado, era de seda salvaje. La otra, en cambio, calzaba unos enormes zuecos de plataforma, que contrastab­an con un vestido ostensible­mente holgado y añoso. Era una joven muy bella, que rehusaba visiblemen­te los artificios de la ornamentac­ión.

El director daba vueltas sin parar, como un tirabuzón, en torno a sí mismo, dominado por las festivas partituras. Hacía mucho calor. Sudaba el director y sudaban los músicos, enardecido­s y generosos. Sonaba el Mozart maduro. Melodías fluidas, aparenteme­nte fáciles, ora líricas, ora apacibles, ora cargadas de alegre agitación. Melodías compuestas por un Mozart saturado de trabajo, estresado y nervioso, pero que seguía destilando una gracia pura. Haydn y Mozart habían muerto siglos atrás, los intérprete­s eran jóvenes, esforzados y seductores. Sin saberlo, abrazaban, consolaban, curaban a aquel hombre cansado y quejumbros­o, que los escuchaba, herido quizás más de alma que de cuerpo.

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