Haydn y Mozart
Ayer, hablando de los festivales de música, me vino a la mente el recuerdo de una orquesta checa, cuyo nombre lamento de veras no recordar, y que escuché no sé si en Girona o en Torroella de Montgrí. Empezaba el verano y yo estaba hecho polvo. Este agosto soporto un enervante reflujo gástrico, pero entonces me atormentaban las contracturas musculares. Me tocó asiento muy cerca del escenario; y recuerdo que incluso sentado mis músculos, afligidos, protestaban. Pero, enseguida, acariciado primero por Haydn y, después, por Mozart, me dejé llevar por la hipnótica intensidad de los intérpretes, que no regateaban entusiasmo. A cada golpe de arco, los violinistas desplazaban al unísono brazo, cabeza y tronco. El cuerpo entero del contrabajista oscilaba, como el danzante que acompaña los pasos de una bailarina. Un joven musculoso extraía de los timbales ecos delicadísimos. Tocaba la viola una mujer rubia y pálida, como salida de un cuadro de Fra Angelico (aquella María Magdalena de melena dorada, con el rostro extremadamente blanco y túnica salmón que, arrodillada en el césped, junto a las flores, admira con los brazos abiertos,
La angélica violista ensanchaba y contraía el cuerpo como superando atlánticas olas
paralizada, el Cristo resucitado, que la refrena con aquella extraña frase: “Noli me tangere”, no me toques, no te acerques). La violista tenía ese aire angélico, pero sus movimientos eran de nadadora: ensanchaba y contraía el cuerpo, a cada golpe de arco, como superando atlánticas olas.
Recuerdo que las jóvenes que tocaban el violonchelo se sonreían, mientras tocaban. Para darse ánimos o, quizás, tan sólo por el placer de compartir la alegría de Haydn: ese aire intrascendente, juguetón, dominical, que tiene la sinfonía 82 (la que lleva el apodo de El oso porque evoca los bailes espontáneos y festivos, aquellas expansiones francas y expansivas con que la gente de montaña celebraba el regreso de los cazadores cargados de carne y pieles). Una de las violonchelistas calzaba unas sandalias de tacón de aguja y su vestido, ajustado, era de seda salvaje. La otra, en cambio, calzaba unos enormes zuecos de plataforma, que contrastaban con un vestido ostensiblemente holgado y añoso. Era una joven muy bella, que rehusaba visiblemente los artificios de la ornamentación.
El director daba vueltas sin parar, como un tirabuzón, en torno a sí mismo, dominado por las festivas partituras. Hacía mucho calor. Sudaba el director y sudaban los músicos, enardecidos y generosos. Sonaba el Mozart maduro. Melodías fluidas, aparentemente fáciles, ora líricas, ora apacibles, ora cargadas de alegre agitación. Melodías compuestas por un Mozart saturado de trabajo, estresado y nervioso, pero que seguía destilando una gracia pura. Haydn y Mozart habían muerto siglos atrás, los intérpretes eran jóvenes, esforzados y seductores. Sin saberlo, abrazaban, consolaban, curaban a aquel hombre cansado y quejumbroso, que los escuchaba, herido quizás más de alma que de cuerpo.