Han detenido a mi madre
Bajo el intenso sol romano del Trastevere, todo se detiene. Unos jubilados en camiseta juegan a cartas sobre una mesita de camping plantada en medio de la calle. El barbero Marco aplica rebajas a los turistas que le dan buena conversación y, desde su atalaya con poste tricolor, observa que “los franceses e italianos estamos cabreados, vemos que las cosas no funcionan y eso nos molesta, los españoles creen que el mundo es una mala cosa, y agradecen mucho los momentos buenos”. En la trattoria de Alessia, una familia que practica el turismo uberizado se queja de que han tenido que abandonar su apartamento de la Piazza Navona porque las carcomas les caían de todos los rincones. Mientras, un grupo de chavales grita y juega con un balón en medio de la plaza…
Un momento, ¿un grupo de chavales jugando solos en la calle? La estampa, tan nítida como anacrónica, me hace dudar –justo cuando cruza la calle un monje franciscano– de si habré atravesado una de esas puertas que en El Ministerio del Tiempo te conducen al pasado, por ejemplo a uno de esos solares barceloneses de la infancia donde perseguíamos el balón durante horas, tiempos salvajes en que los niños viajaban sin cinturón de seguridad en el asiento de atrás. Pero no. Esto es el siglo XXI. Si tuviera el número de Kim Brooks le enviaría por WhatsApp una foto. Esta estadounidense ha estudiado el fenómeno desde que, en el 2011, le llegó una orden de arresto por haber dejado a su hijo de cuatro años cinco minutos solo en el coche –con los seguros bajados y la alarma conectada– mientras iba a hacer un encargo. Un paseante grabó la escena en su móvil y las autoridades actuaron. Brooks cree que criminalizamos algo tan básico como dejar a los menores sin supervisión adulta, de un modo que convierte en ilegal que jueguen solos en el parque o paseen horas por el bosque, y que provoca –doy fe– que, en las fiestas de cumpleaños, incluso en chiquiparques, haya padres que se pasan tres horas mirando fijamente cada cabriola de sus vástagos. Brooks ha entrevistado a infinidad de mujeres, entre ellas una trabajadora de un McDonald’s que perdió temporalmente la custodia de su hija de nueve años por dejarla jugando en el parque con otros niños mientras ella trabajaba al lado. Las conclusiones del ensayo que ha escrito Brooks –Small animals– son demoledoras: la legislación legitima prejuicios morales y culpabiliza sobre todo a las madres pobres. Ella tuvo suerte: fue condenada a 100 horas de servicio comunitario. En el Trastevere no le hubiera pasado, asegura Marco.