La Vanguardia

Danzad, danzad malditos

La noche en un crucero está llena de oportunida­des: desde karaokes hasta pubs y discotecas varias

- Jordi Basté

Son las once de la noche y una mujer que dice vivir en España pero nacida en Inglaterra agarra el micrófono, se sitúa en el escenario y se apresta a versionar esa pieza de museo musical llamada Don’t it make my brown eyes blue de Crystal Gayle. Es el karaoke del crucero lleno hasta la bandera, de etnias diferentes, de edades diversas y de variopinta y, en algunos casos, estremeced­ora ropa pese a ser la (segunda) noche de gala. La mujer, de unos 65 años, canta con acierto y arranca mis aplausos teniendo en cuenta que la anterior actuación ha sido la de una chica de Indonesia que ha destrozado las corcheas y semicorche­as del Cercle of life de Elton John.

La noche había comenzado con mi asistente en el barco, el fenomenal hindú Engelbert, haciendo con una toalla de baño la figura de un mono que ha colgado de una percha. Anteayer fue un elefante, hoy un primate. Y siguió con Marta, la encantador­a charlatana, invitándom­e a cenar en el japonés del Symphony of the Seas.

Se añaden Fito e Inés, el saxofonist­a argentino de la bing band y su pareja, una de las encargadas de la zona de diversión del crucero. Hemos estado charlando un rato en uno de aquellos bares de tránsito donde un músico con la guitarra interpreta Perfidia mientras debatimos sobre la vida en Argentina, Portugal y Catalunya. Hemos papista. rado en Boleros, un bar musical muy rojizo donde una mujer que se parece a la cantante Kimera, la viuda de aquel empresario libanés llamado Raymond Nakachian, pincha discos con poco éxito en la La gente es pasiva, excepto una pareja: él se mueve desacomple­jadamente feliz a la vez que patéticame­nte descompasa­do mientras suena Wake me up before you go go de los Wham. El pum de la batería va por un lado y sus piernas por el otro. Arranca entonces el YMCA, y este espectácul­o internacio­nal de ver mover brazos de manera ridícula a orientales, árabes o europeos sólo lo puede conseguir un grupo con un indio, un vaquero, un par con cuero y todos con plumas: Village People. Abandonamo­s la zona y, mientras Fito e Inés se despiden (mañana trabajan), con Marta bajamos a The Attic, discoteca situada en la cuarta planta. Hay una fiesta llamada Shhht. Es casi la una de la madrugada, y nos metemos en la cola. En la entrada, los porteros entregan unos auriculare­s a los presentes. De manera aleatoria a unos nos toca de color verde y a otros azul. Nos los ponemos y tanto a Marta como a mí nos suena Virtual insanity, maravilla de Jamiroquai. Pues resulta que todos los asistentes escuchamos la misma canción en los cascos. Y ahí está la novedad (parece ser que ya vista en otras ocasiones pero que desconocía). La gente, baila la misma canción de una forma más íntima, pero la discoteca está en silencio y, por tanto, los que no quieren música pueden charlar. Bailamos Madonna o Michael Jackson con nuestros auriculare­s verdes fosforesce­nte. Rara sensación. Suena Bon Jovi Livin’ on a prayer y un grupo de americanos se pone a gritar en el silencio de la sala. En eso no habíamos caído. Es muy tarde. Marta se queda con un grupo de gente y, de madrugada, empiezo a escribir este artículo sobre la noche en un crucero que podría perfectame­nte haber pasado en tierra sin notar diferencia alguna.

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JORDI BASTÉ Nueva moda americana: vas a la disco del barco y te prestan unos auriculare­s. En la sala no hay audio. Se llama Shhht
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