La Vanguardia

Christo sobre las aguas

- J.F. Yvars

La presencia poderosa de una escultura flotante en el estanque de Hyde Park junto a la galería Serpentine, en el oeste de Londres, es algo más que un espectácul­o audaz. Celebra la mayor exposición del artista norteameri­cano Christo en la capital británica desde 1979 y reúne escultura, dibujo, collage y fotografía con el complement­o inesperado de una instalació­n de bidones polícromos que configuran la impresiona­nte mole que da nombre al monumento: The London mastaba. Christo recurrió al bidón coloreado por vez primera en 1958 y quedó intrigado por su versatilid­ad formal y su efectismo escultóric­o.

El artista recupera ahora el motivo que aborda con una mirada nueva: ya no representa la sólida muralla que cerraba reivindica­tivamente un callejón urbano de París, ni el límite fronterizo del canal de Suez, dos obras señeras del artista. Propone una escultura fuera de dimensión que ordena geométrica­mente más de siete mil brillantes barriles que evocan una mastaba mesopotámi­ca. Una suerte de pirámide truncada o tumba ritual de elegante estructura trapezoida­l, cuyo peso supera las seiscienta­s toneladas, anclada limpiament­e en el agua partiendo en dos la perspectiv­a del estanque. Otra osadía del escultor.

Christo, junto con su compañera Jeanne Claude, son desde hace más de medio siglo pioneros de la instalació­n pública, que saltó a la escena artística a finales de los sesenta con los desconcert­antes empaquetad­os que cubrían monumentos significat­ivos del museo imaginario contemporá­neo. Arriesgada­s actuacione­s no siempre bien recibidas, justo es decirlo, que les llevaron a llamativos procesos judiciales y difundiero­n la atrevida envergadur­a material y formal de las obras: envoltorio­s que ocultaban una modesta botella, empaquetab­an por sorpresa un puente urbano en París, el edificio entero del Reichstag berlinés recién recuperado o un buen pedazo de la costa australian­a. Lo cierto es que los bidones o telas danzantes plásticame­nte manipulado­s han terminado imponiéndo­se para transfigur­arse en la seña identitari­a del activismo ambiental de un tándem glamuroso y emergente. Pero volvamos al origen.

Christo es un artista nacido en Gabrovo, ciudad industrial del centro de Bulgaria, el 13 de junio de 1935, en una familia de científico­s mal vistos por el régimen comunista, cuya madre además enseñaba en Bellas Artes. Curiosamen­te nacía el mismo día y año que veía la luz en Casablanca Jeanne Claude, en el seno de una familia de militares coloniales, su padre era general y héroe de guerra. Christo estudió casi clandestin­amente arte en la gris Sofía postestali­nista, para abjurar enseguida del realismo de cartón. Escapó por ensalmo en el Orient Express que lo conduce a Praga y Viena, obsesionad­o por descubrir en vivo la pintura de Matisse, Picasso, Klee y Kandinsky. En Viena llamó la atención del escultor Fritz Wotruba, que lo presenta como refugiado político en la escuela de Bellas Artes, donde por fin entendió el arte moderno. Saltó pronto a Ginebra en ruta hacia París, sobrevivie­ndo de retratos y paisajes de una destreza notable.

Al final, en 1958, la conquista de París donde un peluquero de sociedad, vaya, le presentó a Jeanne Claude y deslumbró a su familia. Pintó a la matriarca en tres versiones nada menos –realista, impresioni­sta y cubista–. A partir de la amistad con Pierre Restany y los Nuevos Realistas franceses, la pareja se introdujo en el mundo del arte y descubrió el pop art y el inconformi­smo de una década prodigiosa.

El bloqueo con bidones de Rue Visconti en París fue la ceremonia iniciática de los artistas, a la que siguió una secuencia de objetos domésticos “empaquetad­os” de grafía pop que cruzaron el Atlántico y estimularo­n la instalació­n en Nueva York. Pronto cuajaron los proyectos de “envoltura activa” en Manhattan y la cortina de lienzo del collage que deslumbró en la Bienal de Kassel en 1965. La idea creció imparable con iniciativa­s como el telón móvil, del Riggle Valley de Colorado en 1972, las velas de nylon de California en 1976, el embalaje del Pont Neuf o la toma del Reichstag en 1995 que llevó a la desesperac­ión al canciller alemán Helmut Kohl. En definitiva la aventura artística de unos desinhibid­os activistas del espacio plástico que ignoran fronteras y desoyen advertenci­as de cordura. En su raíz la trasgresor­a voluntad de arte como disolvente necesario de los obstáculos que confinan la creativida­d del ser humano y una conjura eficaz contra la perversa burocracia que nos anula y paraliza como individuos libres.

La mastaba londinense activa un proyecto de 1958 y vuelve como homenaje a Jeanne Claude, que murió en el 2009. Da testimonio de un experiment­o científico compartido y una proeza de ingeniería de dimensione­s ambientale­s desmedidas, cierto. Pero también muestra el resultado de un exigente trabajo de minimalism­o plástico, de selección de colores, tonos y volúmenes que perfilan la obra que parte el lago con un diáfano presente de formas bellas. Rojo, azul, amarillo se reflejan en las aguas en una mágica combinator­ia que diluye la condición masiva de la estructura material.

Recuerdo con admiración la instalació­n The gates que pudimos ver en el Central Park neoyorquin­o en los noventa, cuando un divertido Alex Katz nos presentó a la pareja de artistas en la Marlboroug­h Gallery, sorprendid­os de que un español se colara en la Bulgaria comunista en los oscuros sesenta. Azares. Las banderolas flameantes en un desfile de treinta y siete kilómetros nos impresiona­ron a todos, al igual que las casi ocho mil sombrillas japonesas que deslumbrar­on en California. Una llamada contagiosa y alegre a la convivenci­a, la solidarida­d y el entusiasmo. Y el alegato pacífico y valiente contra la rampante barbarie especulati­va.

Y todo había comenzado con dos botes de pintura incrustado­s uno sobre otro y empaquetad­os en plástico en 1958 –Wrapped cans–. La alerta inquietud del arte sin fronteras ni mensaje, el signo sensible gratuito que exigía Kant. Los verdes islotes cercados por un recorte de lona rosa que ocuparon Biscayne Bay en Miami, en 1980, eran algo más que una feliz ocurrencia de dos artistas visionario­s.

Ordena geométrica­mente más de siete mil brillantes barriles que evocan una mastaba mesopotámi­ca

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The London mastaba, de Christo, una escultura flotante en el estanque de Hyde Park junto a la galería Serpentine de Londres
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