La Vanguardia

Oriol Broggi

El público de Peralada acoge con cariño el minimalism­o escénico de Oriol Broggi

- Maricel Chavarría Barcelona

DIRECTOR TEATRAL

El director teatral Oriol Broggi, que hace un mes inauguró el Grec barcelonés, se estrenó ayer al frente de una ópera y lo hizo por la puerta grande: con

La flauta mágica de Mozart y en el Festival Castell de Peralada.

Hace una década, Gerard Mortier se despedía como intendente de la Opéra de Paris con una última gamberrada: dar carta blanca a Anselm Kiefer para crear una ópera y estrenarla en la Bastille. El notorio pintor alemán tituló la propuesta Am Anfang (En el inicio). Y básicament­e era un oratorio lacónico con música de Jörg Widmann y textos extraídos de los libros de Isaías y Jeremías. “Son palabras que llevo oyendo toda la vida en mi cabeza”, decía Kiefer. Cantar se cantaba poco. Y apenas se movía un alma entre las gigantesca­s ruinas que dominaban la escenograf­ía. ¿Qué era aquello? No había trama, pasaban las horas y seguía el inmovilism­o... la gente salía del teatro tambaleánd­ose. Sin embargo aquel ambiente de profecía futurista, aquel cuadro viviente de Kiefer quedó grabado para siempre en la memoria de quienes tuvimos la oportunida­d de verlo.

Es posible que ese sea el deseo secreto de Oriol Broggi: crear un cuadro visual/anímico inolvidabl­e. Y cuando el Festival de Peralada, siempre presto a iniciar a directores de teatro en el arte total, le propone dirigir La flauta mágica ,seve delante de una oportunida­d. Pero la carta blanca, cuyos resultados vieron ayer la luz en el certamen ampurdanés, no era en este caso tan abierta: no le habían propuesto escribir una ópera sino dirigir un clásico de Mozart. Y como sucede con los artistas, que abordan y abordan una idea hasta llegar al meollo de su cuestión, Broggi abocó en La flauta mágica todas sus obsesiones escénicas.

Y cabe señalar eso porque parte del público sintió que entre el Poema de Gilgamesh, esto es, el montaje sobre el manuscrito más antiguo de la civilizaci­ón con el que el mismo Broggi inauguró el Grec hace un mes, y esta dirección de escena sobre Mozart mediaba poco más que la propia música interpreta­da por el Cor y la Simfònica del Liceu con Josep Pons a la batuta y por un elenco vocal notable.

El tenor Liparit Avetisyan debutaba en el papel de Tamino, y una interesant­e Olga Kulchynska (ganadora del Viñas 2015) en el de Pamina. Y espectacul­ar –y embarazadí­sima– estuvo la soprano Kathryn Lewek como Reina de la Noche...

Pero a lo que íbamos, los elementos escénicos, esto es, la nada, los recursos videográfi­cos, las cuatro sillas, las cañas que en un momento dado se convierten en puertas (que abren camino a la naturaleza, a la razón o a la sabiduría)... y esos caracterís­ticos tonos cálidos vuelven

El montaje dio preeminenc­ia a la partitura, y las voces y la Simfònica del Liceu lo supieron aprovechar

a ser los del mesopotámi­co Gilgamesh. Tonos litúrgicos, iniciático­s... Y otro elemento: el deseo de seducir desde el estatismo y la oralidad, de ahí la presencia de un narrador, el actor Lluís Soler, para que la historia tenga un hilo con- un personaje que introduce en catalán algunas explicacio­nes .... En fin, todos esos elementos que nos recuerdan que Broggi es un gran admirador del teatro de Peter Brook. ¿Por qué no?

Como decía Goethe, La flauta se puede prestar a lecturas múltiples: procurar un placer sencillo o brindar tesoros secretos para los iniciados en la masonería. Pues si bien Mozart hizo una música sublime, el libreto de Schikanede­r se podía leer no sólo como una historia fan- tástica y encantador­a, sino también como un recorrido iniciático según los ritos masónicos.

En cualquier caso, La Flauta va de la educación y el precio que hay que pagar por ella, por andar por el lado luminoso de la vida y del amor. Y sobre esta cuestión filosófica arma Broggi su planteamie­nto escénico. Pero segurament­e lo hace con menos tiempo del que acostumbra a trabajar con sus actores (dos meses, seis horas al día), sino con las tres semanas que se dispone en esta producción. ¿Cómo lograr esa intangible inmersión en unos actores que son fundamenta­lmente cantantes?

Pero vayamos a lo positivo de la propuesta. Primero y ante todo, Peralada sigue arriesgand­o y abriendo nuevas perspectiv­as. Segundo, la música tiene en este montaje el protagonis­mo. Y Pons lo supo aproductor,

vechar desde el foso, desechando la idea de subir la orquesta al escenario, pues tal como se planteaba la escena los cantantes le perdían de vista como director. Tercero, el director de escena es insobornab­le, y eso siempre es un buen punto de partida, especialme­nte cuando se trata de propuestas poco habituales en los escenarios de ópera –que se lo pregunten a La Fura dels Baus o a Calixto Bieito–. Y cuarto, a quien no le convencier­a la jugada escénico-filosófica siempre podía acogerse al conjunto vocal, que cumplió su cometido sin importar su grado de conscienci­a del acting.

Andreas Bauer era Sarastro; el barítono Adrian Ërod, Papageno, mientras que Papagena lo interpreta­ba Júlia Farrés. Entre las damas, otra ganadora del concurso Viñas, Anaïs Constans, y las notables Mercedes Gancedo y Anna Alàs. Y los tres niños los interpreta­ron esta vez sopranos. El coro bien, y dando sentido como corpus al montaje.

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 ??  ?? Una escena del montaje de Broggi en el que los tonos ocres y las proyeccion­es videográfi­cas vuelven a ser protagonis­tas
Una escena del montaje de Broggi en el que los tonos ocres y las proyeccion­es videográfi­cas vuelven a ser protagonis­tas
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PERE DURAN / NORD MEDIA

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