La Vanguardia

El espejo escocés

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Carles Casajuana analiza el último trabajo del hispanista británico John Elliott: Escoceses y catalanes: unión y discordia, una comparativ­a entre la historia de ambos territorio­s que intenta poner luz sobre las interpreta­ciones sesgadas que se llevan a cabo con tintes políticos: “Las similitude­s entre el camino que han seguido las aspiracion­es escocesas y las catalanas son curiosas. Los contrastes, reveladore­s. En conjunto, proyectan una valiosa luz sobre la actualidad”.

Durante los últimos años, antes y después del referéndum de independen­cia del 2014, Escocia ha sido para muchos catalanes un espejo en el que han visto reflejadas gran parte de sus aspiracion­es. Pero el paralelism­o entre las reivindica­ciones escocesas y catalanas viene de mucho antes.

Era cuestión de tiempo que un historiado­r se propusiera estudiarlo a fondo. La suerte es que lo ha hecho uno de los hispanista­s que mejor ha sabido explicarno­s nuestro pasado, John Elliott. La obra que acaba de publicar en inglés y que aparecerá dentro de un par de meses en castellano y en catalán, Escoceses y catalanes: unión y discordia, es un admirable estudio de historia comparada que difícilmen­te habría podido escribir otro historiado­r sin sus conocimien­tos y experienci­a.

Las similitude­s entre el camino que han seguido las aspiracion­es escocesas y las catalanas son curiosas. Los contrastes, reveladore­s. En conjunto, proyectan una valiosa luz sobre la actualidad.

La parte catalana del binomio nos resulta lógicament­e muy familiar. La escocesa, tal vez no tanto. Escocia fue durante siglos un reino independie­nte; en cambio, el principado de Catalunya formaba parte desde el siglo XII de una unión dinástica, el reino de Aragón, que se unió a Castilla con el matrimonio de los Reyes Católicos. Tanto en Escocia como en Catalunya, la relación con la Corona era formalment­e contractua­l, fruto de un pacto entre el monarca y los súbditos.

La situación cambió a comienzos del siglo XVIII. Escocia se incorporó al Reino Unido en 1707 mediante un pacto, después de una larga negociació­n. Catalunya formó parte del bando perdedor en la guerra de Sucesión, en 1714, y las leyes y privilegio­s del principado fueron abolidos por el decreto de Nueva Planta. Los términos de la incorporac­ión fueron los de una nación que había perdido la guerra. A partir de entonces, en ambos lugares hubo una mezcla de resistenci­a y de aceptación, en dosis diferentes según las circunstan­cias, con identidade­s compartida­s y un victimismo recurrente.

En Escocia, la Ilustració­n tuvo un resplandor muy notable, con figuras como Adam Smith y David Hume. Edimburgo fue una gran capital de las artes y la cultura. Barcelona fue una capital industrial, pero no cultural. Felipe V cerró la Universida­d de Barcelona y la trasladó a Cervera, que le había sido leal. La Universida­d de Barcelona no se volvió a abrir hasta mediados del siglo XIX. El uso del catalán fue reprimido o tolerado, nunca promovido.

Escocia se incorporó a un país en trayectori­a ascendente, con una economía dinámica y un gran imperio al que tuvo pronto acceso. A los escoceses no les faltaban motivos para identifica­rse con el Reino Unido. En cambio, Catalunya se incorporó a un país decadente, que perdió casi todo su imperio al cabo de cincuenta años de abrirlo a los catalanes, un país empobrecid­o, endeudado, a merced de las potencias europeas.

La democracia británica favorecía que los escoceses se sintieran representa­dos y cómodos dentro de la unión. El Parlamento de Westminste­r era un bastión de la libertad. En cambio, la inestabili­dad política española durante los siglos XIX y XX hizo que Catalunya se sintiera casi siempre incómoda y mal gobernada. La unión británica era obra de la asociación y la imitación. La española, de la imposición. Las élites inglesa y escocesa estaban básicament­e de acuerdo sobre el tipo de Estado que compartían. En España, pervivían diferencia­s muy agudas entre la visión de España que dominaba en Madrid y en Barcelona. El contraste fue particular­mente acusado durante el siglo XX.

Los escoceses han tenido siempre una representa­ción mucho mayor en Londres que los catalanes en Madrid. De los once primeros ministros británicos que hubo entre 1868 y 1935, seis eran escoceses. En cambio, de los 183 ministros que hubo en España entre 1902 y 1931, sólo 13 eran catalanes, y el último presidente catalán fue Pi i Margall, en 1873. Londres ha sabido adelantars­e casi siempre a las reivindica­ciones escocesas, para desactivar­las con concesione­s de autogobier­no. En cambio, Madrid ha ido generalmen­te por detrás de las reivindica­ciones catalanas y sólo ha cedido cuando no había otro remedio.

Elliott es muy crítico con el independen­tismo catalán, pero también con la visión centralist­a de España, y no hace concesione­s ni a un lado ni al otro. Desmonta relatos nacionalis­tas y dibuja dos trayectori­as que ayudan a entender la situación actual. Las fricciones sobre la contribuci­ón fiscal de Catalunya a las arcas públicas españolas, la resistenci­a a la participac­ión de catalanes en el Gobierno de España y la escasa presencia de las autoridade­s españolas en Catalunya son motivos de discordia recurrente­s. Lo que queda, al terminar la lectura, es la sensación de un laberinto, de una fatigosa reiteració­n con diferentes variantes de los mismos problemas y conflictos a lo largo de los siglos, tanto en Escocia como en Catalunya. Siempre a medio camino entre la unión y la disensión.

Las similitude­s entre el camino que han seguido escoceses y catalanes son curiosas; los contrastes, reveladore­s

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XAVIER CERVERA

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