La Vanguardia

Sonidos del silencio

- Mayka Navarro

Conservo un gesto que aprendí de pequeña. Cierro muy fuerte los ojos, aprieto para que tampoco entre nada por la nariz y sello el paso en las orejas tapando los orificios con los dedos. Me quedo a oscuras conmigo misma y en silencio. Con los años he aprendido a huir del ruido, del sonido sucio que no suena a nada. Y valoro la nada como un gran premio tras la agitación de algunos momentos.

No puedo decir que estos días he vuelto a la Rambla porque nunca he dejado de ir. Mi primer recuerdo está en el puesto de flores de la Carolina, con el patriarca Miquel Pallés confiándom­e en voz baja como los trileros estafaban a los turistas y él trataba de boicotearl­es el negocio avisando a la Guardia Urbana. Ese bullicio callejero del corazón de la ciudad no perturba, acompaña; no molesta, se tararea y casi se puede bailar.

Buscando el silencio, me escapo a menudo a la Boqueria. Espero a que se libere mi taburete preferido en una de las cuatro esquinas del Kiosko Universal y juego a adivinar sonidos en mitad de aquella banda sonora. Allí la música huele a huevos fritos con patatas y setas, a pulpo a la plancha y al limón con el que nunca baño las ostras. Es el ruido del mar a fuego lento.

Cierro los ojos, busco sonidos y les pongo letra. El cajón de los cubiertos del cuchillo y el tenedor del siguiente comensal. Cuatro hombres que se atreven, un verano después, con una versión rumana del Despacito. Tan alto tocan los cuatro que otro señor que se gana la vida con un acordeón guarda silencio y se pide una caña mojando la espera hasta que se le oiga. Escucho dos copas que chocan para brindar. Y los besos de dos cuerpos que tropiezan sin parar. Todo lo veo con los ojos cerrados. Son sonidos de risas. Del ruido que hace la vida al usarse.

La muerte suena a silencio. Hace el tiempo suficiente para no olvidarlo, algunas de las personas que la tarde del último 17 de agosto estaban en la Rambla me hablaron de aquella falta de ruido. No encontraba­n palabras para definir la angustiosa insonorida­d. Era un silencio que les golpeaba los cuerpos. Una falta de todo que les dejó mudos. Una nada que llenó de un dolor tan intenso la Rambla que se podía cortar. Golpear. Algunos se tragaron para siempre las palabras. Y cerraron los ojos tratando de arrancarse a tiras las imágenes del recuerdo.

Tras el ensordeced­or ruido de la marabunta humana huyendo del asesino, con el rugido de los acelerones al volante de aquella furgoneta y los golpes contra los cuerpos, se hizo ese silencio que aún hoy perturba a los que sobrevivie­ron. No logran sacarlo de sus cabezas. Les da miedo. He tratado este último año de imaginárme­lo. De ponerle palabras, verbos y acentos. De cerrar los ojos muy fuerte, la boca, las orejas y la nariz y buscar ese vacío que sintieron tras el horror que les dejó paralizado­s. No puedo. Es el silencio que dibuja la muerte cuando irrumpe de golpe de la mano del que odia y desea el dolor.

La Rambla se oye de nuevo y la camino, la devoro y la vivo adivinando los ruidos que se me quedaron dentro.

No encontraba­n palabras para definir la angustiosa insonorida­d; era un silencio que les golpeaba los cuerpos

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