Rigor, pasión, vocación
Para todos los que viven el mundo de la cocina con cierto interés, el 2018 habrá sido un año trágico. Empezó con el fallecimiento del gran mito de la alta cocina, Paul Bocuse, el hombre que, a partir de la calidad de su trabajo y de su gran popularidad, hizo que los cocineros pudieran bordar sus nombres en la vestimenta profesional. Para entendernos: como si un periodista o un escritor, por primera vez, pudiera firmar la autoría de su libro o de su artículo. Ahora, hace a penas unas horas, hemos conocido la muerte de Joël Robuchon.
Creo que, si me lo permiten, hablo en nombre de buena parte de la gente de mi oficio: hoy ha muerto el mejor cocinero francés del siglo XX, y diciendo eso, uno de los mejores cocineros de todos los tiempos. Día triste, año triste. Su trayectoria profesional, el hecho de que fuera el cocinero que lucía más distinciones en todos los restaurantes que llevaban su nombre o contaban con su asesoramiento, haber sido Mejor Obrero de Francia... Todo muy importante, hitos que ningún cocinero se propone pero que, si se reciben, honran una vida y dan testimonio de un esfuerzo y de un talento especial.
Nada, sin embargo, comparado con el rasgo que más lo distinguió: el rigor técnico, la pasión por el oficio, la vocación extrema por hacer el trabajo bien hecho. Él fue Compagnon du Tour de France, que poca gente puede presumir de haber sido, y que consiste en dedicar los mejores años de la juventud, apadrinado por un gran cocinero, a trabajar mañana, tarde y noche en las mejores casas del país, aprendiendo la profesión con voluntad de excelencia, a cambio de lo que en francés se conoce como “loger, nourrir et blanchir”, es decir: trabajar a cambio de dormir bajo un techo, comida y cena, y la ropa limpia...
Robuchon fue también un hombre determinante en el reconocimiento del gran Ferran Adrià. Siendo el cocinero francés más respetado, en un programa de televisión de máxima audiencia osó decir que el mejor cocinero del mundo trabajaba en Roses. El impacto de esa declaración dentro de las élites culinarias de todo el mundo fue definitiva para que Adrià elevara su carrera, hasta el punto de que los dos pueden ser citados entre la media docena de nombres propios más importantes de la historia de la alta cocina occidental.
Dos cosas para acabar. Y que quede lo que quiero decir como un mensaje para todos los jóvenes cocineros que hoy empiezan a velar las armas dentro del oficio. Robuchon creó un montón de platos, de gran complejidad técnica, muchos de los cuales extraordinarios y que permanecerán en el recuerdo de los que tuvimos la oportunidad de probarlos, pero ninguno tan celebrado como haber recuperado el mejor puré de patatas que nunca se haya presentado a la mesa de un restaurante. El ejemplo más potente de cómo, desde el trabajo bien hecho, un plato humilde se puede convertir en el mejor recuerdo de una vida profesionalmente insuperable.
El segundo mensaje que les que- rría hacer llegar, y que todos los que han tenido la suerte de trabajar en un oficio que aman entenderán enseguida. Hace unos años, una revista de gran nivel internacional, preguntó a unos cuantos de los mejores chefs del mundo cuál sería la última comida que cocinarían si supieran que ya no habría mañana. Recuerdo vagamente las respuestas de muchos de ellos, y en casi todas ellas, respetuosamente lo digo, se adivinaba un punto de sofisticación. Pero recuerdo una que me pareció definitiva: un cocinero dijo que él pasaría la noche trabajando con sus manos la masa para hacer un pan, y que observarla crecer y cocer sería su mejor homenaje a la vida. El pan hecho con las manos, para compartir, el alimento que ha acompañado a la humanidad. Este hombre, este genio humilde, se llamaba Joël Robuchon.
Que el aroma de un buen pan saliendo del horno lo acompañe para siempre.