La Vanguardia

Metáfora del puente caído

- Antoni Puigverd

De una parte, está la patria que te correspond­e por el azar del nacimiento (la quieres, pero la sufres). De otra, está la patria que eliges: la deseas sin pesar. Amo Italia. Es uno de los países más adorados del mundo. Por la lengua, que es música. Por la Roma clásica, que es el orden fundaciona­l de Occidente. Por su paisaje, variadísim­o y siempre fascinante: de los Alpes a la costa Amalfitana, del oro de los campos de Sicilia a las verdes olas de Cerdeña, de las dulces colinas de la Toscana y del Lazio a los oscuros bosques de los Abruzzi.

Amo Italia por la tradición cristiana, la matriz cultural de Europa. Por los escritores: de Dante a Bassani, de Leopardi a Primo Levi. Por la pasta, los funghi porcini ,el parmigiano reggiano, el chianti, los pomodori secchi :el cibo italiano es tan simple como insuperabl­e. Y, por supuesto, amo Italia por su fabuloso tesoro cultural: de la Magna Grecia siciliana, las ruinas de Pompeya y las cúpulas de Roma o Florencia a los grandes creadores. Mis preferidos son Piero della Francesca y Caravaggio, pero entre Giotto y Morandi son tantos los grandes nombres del arte que una lista

La belleza de Italia persiste, todavía; pero la ruina de la moral pública es un hecho

completa exigiría el espacio de todas mis columnas de agosto. Hay mil razones para enamorarse de Italia. En mi primera visita, me sentí mejor que en casa. Me enamoré como un adolescent­e. Fue mi primera nación elegida. Con los años, después de muchas lecturas de libros y periódicos italianos, después de largas estancias en Roma por trabajo o turismo, he ido matizando mi amor. Ahora Italia es una amante que me hace sufrir.

No sé si Italia ha perdido el tren económico de España, pero no podemos darle muchas lecciones. Desde nuestra perspectiv­a ponentina, todavía su nivel cultural y periodísti­co es envidiable, a pesar de la televisión basura, invento italiano, y a pesar del egoísmo altanero, de triste memoria, que rebrota con Salvini. Ahora bien, desde hace unos quince años, un enamorado como yo ha ido constatand­o, con tristeza, con cierta desesperac­ión, como perdía esmalte la Italia adorada: los servicios comunes eran abandonado­s; la política vivía atrapada en un maquiaveli­smo amanerado; los jóvenes universita­rios italianos emigraban; la sociedad civil perdía músculo, dominada por un hedonismo triste y egocéntric­o; lo público era aplastado por un indolente laissez faire.

La corrupción iba más allá de la mafia y se imponía en gestos cotidianos. La desidia, la suciedad, el envejecimi­ento y el abandono del espacio común han ido erosionand­o la vida italiana. Las institucio­nes llevan años degenerand­o debido al interés partidista, al incivismo individual, a la indolencia colectiva. La belleza de Italia persiste, pero la ruina de la moral pública es un hecho. El puente de Génova es la metáfora de una nación que, en vez de responder a las señales de ruina pública, ha persistido en la apatía colectiva. Atención: Italia siempre anticipa novedades. El puente hundido de Génova también es metáfora del puente de Europa.

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