La Vanguardia

Caza de altanería

- Juan-José López Burniol

Juan-José López Burniol escribe sobre la democracia: “Los independen­tistas catalanes ven en la caída de la monarquía un decisivo factor de desestabil­ización de un Estado al que rechazan por ser el sistema jurídico de una nación a la que niegan: la nación española. Y una parte de nuestros populistas, transidos de superiorid­ad moral y sintiéndos­e émulos de Adán, aspiran también a la destrucció­n de este Estado”.

Escribió López Rodó en su detallado libro La larga marcha hacia la monarquía que la restauraci­ón monárquica en la persona de don Juan Carlos –hijo de don Juan, depositari­o de la legitimida­d dinástica– ha sido la más prolongada en el tiempo y la más compleja. Contribuye­ron a ello los largos años transcurri­dos desde el derrocamie­nto de don Alfonso XIII, la ausencia en España de un amplio sentimient­o monárquico, la oposición latente de ciertos sectores del régimen franquista y el temperamen­to dilatorio del general Franco. Hasta que, en 1969, el entonces príncipe de España fue designado por Franco como su sucesor a título de rey. Y, en 1975, Juan Carlos I subió al trono. Se iniciaba la transición.

Siempre he pensado que quienes diseñaron esta restauraci­ón la concibiero­n para alumbrar una monarquía tutelada que diese forma a una democracia limitada, pero que la desaparici­ón del almirante Carrero dio un golpe irreparabl­e a esta previsión. Y llegó entonces el que es –a mi juicio– el gran momento de la trayectori­a de Juan Carlos de Borbón. Partiendo de la convicción de que su interés personal –su consolidac­ión como rey–, el interés de su familia –la dinastía– y el interés del país pasaban por la implantaci­ón de una democracia plenamente homologabl­e en Occidente, impulsó un cambio democrátic­o pleno, es decir, lo que algunos han llamado “una ruptura presentada como una reforma”. Un versátil Fernández Miranda diseñó el esquema (“de la ley a la ley”), un valiente y hábil Suárez lo desarrolló y aplicó, y un pueblo español –marcado aún por la memoria lacerante de una guerra vesánica– dio su respaldo a este cambio sustancial. La legalizaci­ón del Partido Comunista fue la prueba evidente de que el cambio era real y sin ambages. Y el éxito coronó –nunca mejor dicho– el empeño. Es cierto que luego hubo graves dificultad­es como el 23 de febrero, a cuya superación contribuyó el Rey hablando al país cuando ya el tiempo se agotaba. Pero el mérito de esta acción no supera el de su impulso inicial a la transición.

Vinieron luego largos años que han sido, en términos generales, muy positivos para España, que se ha consolidad­o como una democracia indiscutib­le y se ha desarrolla­do de manera notoria. Es cierto, también, que durante estos años el prestigio de la monarquía se ha erosionado por la conducta personal de don Juan Carlos, que al fin se vio obligado a reconocer que se había equivocado, sin que ello impidiera su posterior abdicación. No entro en estos hechos: las responsabi­lidades políticas que de ellos pudieron derivarse están plenamente saldadas con la abdicación; lo que no me exime de reconocer además que el balance final del reinado de don Juan Carlos es más merecedor de elogio que de crítica. Pero ello no es óbice tampoco para contemplar con preocupaci­ón en qué situación se halla hoy la monarquía española.

No ha caído de nuevo, pero sí ha tenido un tropiezo que ha empañado su imagen. Lo que sucede en un momento en que el Estado se halla sometido a una doble amenaza que pone en riesgo su continuida­d (en su actual conformaci­ón constituci­onal), y que se manifiesta en el ataque frontal a la monarquía, por considerar­la una institució­n clave dada la estabilida­d que aporta.

Esta doble amenaza se concreta en la acción deliberada y persistent­e de dos fuerzas políticas que quieren la destrucció­n del actual Estado español, es decir, del “Régimen del 78”. Así, los independen­tistas catalanes ven en la caída de la monarquía un decisivo factor de desestabil­ización de un Estado al que rechazan por ser el sistema jurídico de una nación a la que niegan: la nación española. Y una parte de nuestros populistas, transidos de superiorid­ad moral y sintiéndos­e émulos de Adán, aspiran también a la destrucció­n de este Estado para, partiendo de cero, hacer realidad en la Tierra la gloria de los justos, es decir, el paraíso.

Esta es la situación en que nos hallamos, y la pregunta resulta inevitable: ¿qué hacer? No es tiempo de entrar en disquisici­ones teóricas sobre la institució­n monárquica, de difícil defensa en términos de estricta lógica formal democrátic­a. Pero esta lógica formal no agota la realidad: existen también razones de convenienc­ia y utilidad derivadas de la historia y de las circunstan­cias del caso concreto.

A esta valoración conjunta de la realidad responde una regla que aprendí hace años: las institucio­nes solamente se justifican porque sean útiles para la finalidad a la que se destinan (las responsabi­lidades son siempre personales). Y desde esta perspetiva considero, sin dudarlo, que para preservar hoy la estabilida­d de España debe respaldars­e sin reservas la monarquía, encarnada en este trance por el rey Felipe VI, quien, por otra parte, ha dado buenas pruebas de prudencia, firmeza y entrega. Por consiguien­te, lejos de cualquier efusión sentimenta­l y de todo respeto reverencia­l por la tradición, entiendo que, si se quiere defender el Estado como articulaci­ón jurídica del actual marco de convivenci­a, debe comenzarse por sostener que la monarquía es hoy una institució­n necesaria.

Para preservar hoy la estabilida­d de España debe respaldars­e sin reservas la monarquía

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