Un respeto a la diva
No son necesariamente aquellas biblias que el aficionado de antaño consultaba para instruirse, descubrir o guiarse –ahora prácticamente cualquiera opina, y si no, se deja la formación del gusto en manos de los algoritmos–, pero no deja de ser interesante que dos monstruos de la industria del entretenimiento/cultura como Google y Spotify coincidan en que el tema más referencial de Aretha Franklin es Respect.
Y los que pugnan en ese ranking de the best of the best son composiciones (Chain of fools, I never loved a man, Think, Dr. Feelgood) que destilan no ya calidad compositiva, sino una descomunal fuerza y capacidad interpretativa que invita a dos cosas: al placer de los sentidos a corto, medio y largo plazo, y, a continuación, a reflexionar comparativamente sobre la música y la canción popular de hoy día. Ya se sabe de sus cualidades artísticas e interpretativas, una vocalista a la que a lo largo de su carrera no pareció importarle mucho la presencia de focos y cámaras. Pero más allá de sus dotes interpretativas naturales, lo realmente glorioso fue su capacidad para transformar las partituras y los arreglos en otra cosa cuando pasaban por ella, a menudo convirtiendo cualquier tonada en algo casi inalcanzable por su interpretación radicalmente humana.
Evidentemente, la importancia de los productores era capital en tesituras nada sencillas para cantantes negras en los años sesenta. Especialmente si la vocación era convertir tu arte en un bien común y compartible más allá de fronteras raciales y prejuicios arraigados. Porque dentro de todo era sencillo desenvolverse con relativa facilidad en el ámbito de la comunidad y la música negras con material propio como el mencionado Respect de Redding o incluso con el Isaya little prayer, aunque de Bacharach y David culturalmente asimilable en su código innato. Hasta tal punto lo consiguió que hoy se puede afirmar que la hija del predicador es tan importante como voz que como símbolo. Sin dudarlo: devino un capítulo esencial de la historia de su país, por méritos propios y como ejemplo para varias generaciones.
El caso es que también funcionaba en otros ámbitos, y allí radica otro elemento diferenciador de su arte vocal. Es decir, deslumbraba en todos los repertorios estilísticos que fue hollando a lo largo de su carrera, tanto con ese repertorio primigenio como en sus obras postreras, donde no le suponía contratiempo alguno sumergirse en arenas más poperas, funkoides, ligeras acaso (independientemente de la respuesta popular). Con anterioridad ya había hecho enmudecer a críticos y protestones con versiones sofocantes de los Stones (Satisfaction) o del dueto mágico King-Goofin (You make me feel). Pero fue en la última fase de su carrera donde se pudo comprobar la dimensión real de la diva. Versionando con respeto a Gloria Gaynor, a Prince vía Sinéad O’Connor (Nothing compares 2 U), a Alicia Keys (de quien tenía inmejorable opinión musical) o a Adele. Por cierto, su versión del Rolling in the deep de esta la convirtió en la primer mujer en conseguir un centenar de éxitos en el chart de R&B de Billboard (esta sí es toda una biblia), 54 años después de alcanzar el primero de ellos.
Su arte radicaba en cómo transformaba cualquier tema en algo intransferible por su radicalidad humana