Paz y fútbol
La conmemoración sin incidentes destacables del primer aniversario de los atentados terroristas de Barcelona y Cambrils; y la decisión de jugar algunos partidos de la Liga española en Estados Unidos.
LA conmemoración del primer aniversario del atentado del 17-A se desarrolló ayer en Barcelona sin incidentes dignos de mención. La encabezaron los Reyes, el presidente del Gobierno, el de la Generalitat, la alcaldesa de Barcelona y otras autoridades. Asistieron pocos ciudadanos y faltó calor humano, en un día en el que todo el disponible hubiera sido bienvenido. Pero el acto fue sobrio y, en contra de lo que se apuntaba semanas atrás, se centró en el recuerdo de las víctimas, por encima de los ecos del conflicto entre el independentismo y el Estado, que quedaron atenuados. Los hubo, pero contenidos.
Hay que felicitar a las instituciones políticas, porque han actuado con responsabilidad tras entender, unas antes que otras, que lo que único pertinente ayer era rendir homenaje a quienes murieron hace un año en la Rambla a manos del terror ciego e indiscriminado.
El Ayuntamiento fue, probablemente, la institución que antes comprendió el sentido del acto de ayer. En todo momento defendió que la conmemoración del 17-A era un acto ciudadano en el que los partidos políticos tenían poco que argumentar, y menos aún si sentían la tentación de llevar el agua a su molino. El jefe del Estado y el del Ejecutivo ejercieron con toda dignidad sus labores de representación del conjunto de los españoles, sin duda no menos apenados que los catalanes y los barceloneses por la tragedia sufrida.
Desde la Generalitat se habían enviado mensajes confusos. La consigna en los círculos de poder independentistas a la hora de hacer declaraciones sobre los atentados todavía prioriza el aplauso a la labor (posterior al 17-A) de los Mossos, así como la siembra de dudas sobre la relación del CNI con tales atentados. Eso puede tener algún –triste– sentido en términos de brega política. Pero, frente al terrorismo, todo lo que no sea la unidad de los demócratas, independentistas o constitucionalistas, es un desatino. Dicho esto, añadiremos que en los últimos días la idea de reeditar los abucheos y silbidos que el Rey soportó en la plaza de Catalunya hace un año, al poco del 17-A, fue siendo relegada. Incluso las organizaciones independentistas se dieron cuenta paulatinamente de que tal repetición hubiera sido un error y habría dañado su imagen en la escena local e internacional. Las palabras del exmayor Trapero y del exconseller de Interior Joaquim Forn, instando a que no se usara su nombre en hipotéticas protestas, fueron más que sensatas. Y la petición de las víctimas a los partidos rogándoles que abrieran “una tregua” y respetaran a los muertos fue definitiva.
Hubo, eso sí, algunas pancartas contra el Rey y algunos choques, enseguida abortados, entre republicanos y monárquicos. Hubo también banderas españolas, ayer innecesarias. Pero, por lo general, podríamos decir que las notas discordantes fueron inferiores en número a las de concordia en el recuerdo de los caídos y el rechazo a la violencia. A menudo prevaleció el silencio. Y no fue un silencio hueco, sino elocuente.
Se habla mucho de las tareas pendientes de las instituciones tras el 17-A. Los ciudadanos les exigen, con razón, más unidad ante el enemigo común, como exigen más coordinación a los cuerpos policiales o más celo colectivo para evitar que la radicalización de ciertos individuos y grupos pase inadvertida. Quizás sería bueno, además, que todos y cada uno de los ciudadanos antepusiéramos la ecuanimidad a las consignas a la hora de decidir qué procede hacer en cada coyuntura.