Comillas creativas
Durante todo el verano, y hasta finales de septiembre, en el Palau de la Virreina se puede ver una exposición fotográfica muy interesante. Si no fuese por unas comillas, el título sería canónico: La fotografia “creativa” a Catalunya (1973-1982). Entrecomillar una palabra le adhiere sentido. Para captarlo del todo hay que visitar la exposición (y disfrutarla), pero esas comillas reivindican la fotografía como actividad artística. Porque la muestra documenta de modo eficaz el nacimiento de una generación de fotógrafos que, durante los años setenta y primeros de los ochenta, reivindica el reconocimiento de su actividad como un arte autónomo. Tal vez a los visitantes más jóvenes, nativos digitales, les parecerá una reivindicación superflua, pero lo cierto es que a las instituciones culturales de la época les costó lo indecible considerar la fotografía una disciplina artística más. De hecho, la exposición cubre desde la apertura en la Barcelona de 1973 de la primera galería especializada en fotografía del Estado (de nombre entre PC y cine: Spectrum) hasta la celebración de la Primavera Fotográfica de 1982, precedida dos años antes de unas concurridas Jornadas Catalanas de Fotografía que llenaron la Fundació Joan Miró de objetivos, lentes y fotómetros.
La exposición no sólo muestra fotografías. También contextualiza este proceso de legitimación artístico con una hemeroteca escogida de las publicaciones donde hervía todo este caldo. Revistas, grupos, galerías, carpetas, talleres, exposiciones y espacios diversos dedicados a una fotografía que pretendía explorar lenguajes, innovar en técnicas y, en definitiva, reivindicarse como un arte visual, más allá del documentalismo. Seguimos los primeros pasos de nombres que luego serán muy importantes, como Joan Fontcuberta, Toni Catany, Manel Esclusa o Pere Formiguera, entre otros. La exposición merece una visita guiada y una segunda pasada más subjetiva, en pos de detalles fotográficos. Hay imágenes impactantes, técnicas pictóricas sobre soporte fotográfico y un uso primigenio de los fotomontajes que la era digital ha transformado en pretecnológicos, con la universalización de los instrumentos de manipulación programada que podríamos denominar bajo el paraguas (registrado) del photoshop. Cada visitante hallará imágenes que se le pegan a la retina. En mi caso, y ya hace semanas que la visité, perdura una versión babosa de la metamorfosis kafkiana que fotomontó Joan Fontcuberta. Está en blanco y negro. Se ve a una chica en la cama, bajo una sábana blanca de la que sólo sobresalen el rostro y un brazo, que pende sobre unas letras invertidas que se leen TOPOR, entiendo que en alusión a Roland Topor, compañero de Arrabal y Jodorowsky en el grupo Pánico. La cama está arrinconada entre dos paredes cubiertas con un papel pintado lleno de hojas, diría. Y sobre el cuerpo de la chica, por encima de la sábana blanca, un caracol común de concha prominente y tan largo como ella, camino de su cara, antenas enhiestas.
La exposición merece una visita guiada y una segunda pasada más subjetiva, en pos de detalles ‘fotográficos’