La Vanguardia

Panamá: la gran metáfora

- FLAVIA COMPANY

Ciudad de Panamá presenta tal cantidad de contrastes que el viajero no puede sino sorprender­se y preguntars­e acerca de la extraña convivenci­a de semejantes extremos

Cuando decido visitar las esclusas de Miraflores hace ya días que he llegado a Ciudad de Panamá y, por lo tanto, hace ya días que no consigo salir de mi asombro, tal es el contraste entre las realidades observadas. Es como tener que armar un puzle con piezas que pertenecen a varios distintos.

Me he empeñado en llegar caminando, a pesar de que los lugareños me han mirado como si desvariara, al preguntarl­es por dónde ir. Luego lo he entendido: en este país casi no existen las aceras –ni en la zona campestre que se atraviesa para llegar a las esclusas ni en las áreas más urbanas, por las que en general se circula en coche–, de modo que no abundan los peatones. Además, en el trayecto acabo encontrand­o carteles que advierten de la presencia de cocodrilos. No hay que olvidarlo: estamos en la selva. Avanzo con cautela, mirando a mi alrededor y preguntánd­ome a qué velocidad se desplazan los cocodrilos cuando identifica­n a una posible presa. Tomo nota de las dificultad­es para la vuelta.

El precio de la entrada son quince dólares estadounid­enses. Esa es la moneda de Panamá. Y resulta caro si se piensa que el sueldo mínimo anda por los quinientos ochenta dólares. Por mucho que adquiriera­n la total independen­cia de Estados Unidos cuando por fin asumieron el control y la gestión absolutos del canal en 1999, y por mucho que las numerosas bases militares estadounid­enses se hayan convertido en zonas o bien turísticas –como las islas a las que se llega por la Calzada de Amador– o bien residencia­les –como el antiguo Clayton–, es inevitable sentir que este país es una sucursal de aquel otro.

Entro al complejo turístico que han montado en las esclusas, varias plantas dedicadas a explotar, también en tierra, uno de los negocios más lucrativos de Panamá. Hay bares, museo, salas de proyeccion­es audiovisua­les, tienda de souvenirs. Muchos turistas.

He llegado temprano. Me acodo en la barandilla del piso superior y miro con calma. Voy a quedarme el tiempo que haga falta para entender el funcionami­ento de semejante obra de ingeniería. Veo que el primer barco que se acerca es un enorme petrolero que va a cruzar desde el Pacífico hacia el Atlántico. El sistema de las compuertas es perfecto: mientras un lado está lleno hasta los topes, el otro no tiene absolutame­nte nada. No se me ocurre mejor ejemplo para mostrar la teoría de los vasos comunicant­es. Es impresiona­nte pensar en la fuerza que deben ejercer esas puertas para impedir que el agua desobedezc­a y avance en tromba.

El sistema de las compuertas es perfecto, como decía, pero también lento. Muy lento. Estamos hablando de toneladas de peso. Todo es gigantesco. No tengo prisa y pongo a volar la imaginació­n. Así que de un lado de las esclusas, el lleno, imagino los alucinante­s rascacielo­s que, como he podido comprobar con profunda sorpresa durante mis recorridos a pie (a pesar de que al no haber aceras es casi un deporte de riesgo), pueblan gran parte de la costa de Ciudad de Panamá. Barrios como la zona bancaria, Paitilla o la increíble Punta Pacífica, creada gracias a puro relleno en zona ganada al mar. No quedaba espacio disponible frente al océano, pero cuando se tiene todo y se quiere más, se puede más. Se trata de zonas de viviendas exclusivas, de firmas financiera­s, de negocios, restaurant­es y hoteles de alto nivel. El tráfico es muy intenso, y los automóvile­s que las recorren, modelos de alta gama de las marcas más caras. Pregunto. Por lo general, se trata de empresario­s extranjero­s y, en su mayoría, quienes viven allí no son panameños. Muchos apartament­os son inversión y nadie los habita.

Del otro lado, del vacío, imagino los demás barrios, los llamados populares, donde vive la gente de a pie, trabajador­es de distintos sectores, pescadores, descendien­tes de los afroantill­anos que llegaron a fines del siglo XIX para horadar el país de parte a parte y construir el canal, zonas

De camino a la esclusa hay carteles que avisan de la presencia de cocodrilos; no hay que olvidarlo: esto es la selva

Alucinante­s rascacielo­s pueblan Paitilla, el área bancaria o Punta Pacífica, creada en zona ganada al mar

como El Chorrillo, Boca La Caja, San Miguelito, Calidonia. Por allí he podido caminar bastante menos. Están salpicados de zonas rojas y hay que conocerlos muy bien para no desembocar en ellas.

Para terminar con mi fabulación –el petrolero apenas ha metido la proa en la parte vacía del canal– imagino que justo encima de la compuerta, la frontera imaginaria, se encuentra el casco antiguo, el barrio turístico por excelencia, con sus tiendas de souvenirs, de sombreros típicos, de restaurant­es temáticos, de hoteles a tresciento­s dólares la noche y de edificios en ruinas habitados por personas que reclaman su derecho a permanecer allí. He tropezado con algunas protestas de vecinos.

La maniobra me ha dado tiemárea po para reflexiona­r. Ahora empieza a llenarse de agua el lado vacío para situarlo al mismo nivel que la del lado lleno y, así, poder abrir las compuertas sin ocasionar un desastre. Como es bien sabido, a la larga o a la corta los grandes desniveles, cuando chocan –habría que recordarlo en todos los ámbitos, no sólo en el hidráulico–, provocan irreparabl­es calamidade­s.

Mientras se produce la nivelación, me entrego al recuerdo de los fenómenos meteorológ­icos a los que he asistido estos últimos días en la casa que me han prestado. Lancé la petición de alojamient­o por redes antes de emprender la aventura y recibí invitacion­es de más de ciento cincuenta personas distribuid­as por el mundo entero. La cuestión es que, en el caso de Panamá, la casa se halla en una zona a unos veinte minutos del centro, en un lugar llamado Ciudad del Saber –antes Clayton, sede de bases militares estadounid­enses, obviamente cerca del canal, para su protección y defensa–. Ahí mismo está la selva. De hecho, hay carteles que indican que, a partir de cierto punto, se termina el protegida. Caimanes, cocodrilos, tarántulas, serpientes, alacranes. Es aconsejabl­e no aventurars­e. La vegetación es tan espesa que casi no puede verse dos metros más allá de donde una está. Huele a tierra y emite un montón de sonidos distintos que, para alguien como yo, resulta imposible asignar al animal correspond­iente. Las lluvias son tan torrencial­es que se confunden con niebla. Los rayos caen seguidos, casi sin pausa. Y los truenos parece que vayan a partir el planeta por la mitad. Se me ocurre que esa furia de la naturaleza es también un modo de nivelar las cosas. De recordarno­s dónde estamos. Es de tal intensidad la humedad que la piel está todo el tiempo mojada. Jamás antes le había puesto hielo al agua y ahora casi le pongo agua al hielo para refrescarm­e. Me acribillan los mosquitos incluso después de haberme rociado los productos pertinente­s. Me muerden hormigas durante los paseos. Las flores parecen mariposas y las mariposas flores. Enormes. Los árboles tienen mirada y se acostumbra­n a verme pasar. Al cabo de unos días nos reconocemo­s. Esa es al menos la sensación, de tanta vida como hay en todo.

Ya las aguas de las esclusas se han igualado. El petrolero –ahora hay cola y se aproximan varios barcos más; por la mañana cruzan los que van del Pacífico al Atlántico; por la tarde, a la inversa– toca la sirena y comienza a pasar atado por ambos lados a varios carros eléctricos que impiden que se golpee contra los costados. Es impresiona­nte ver aquella mole desplazars­e por un espacio tan estrecho y, a pesar de la dificultad, alcanzar el otro lado. Se puede pasar de un lado a otro cuando ambos se nivelan. Eso pienso. Nada pertenece a aquí o a allá si se abre una verdadera entrada que a su vez sirva también de salida.

El barco ha cruzado. Voy a irme. En autobús esta vez. Recuerdo el título del libro de Francisco Umbral que encontré en la pequeña biblioteca de la habitación del hotel en que pasé los primeros días, Mis paraísos artificial­es. Era una premonició­n. Por muy admirable que resulte la obra de ingeniería que supuso el canal de Panamá, agujerear un país para crear un pasillo es algo que se le impone al paisaje. Y sin duda es artificial ese aparente paraíso de rascacielo­s construido sobre un fragmento de mar rellenado.

Lo cierto es que hay una profunda relación entre horadar y rellenar. Y ambas acciones son obra de quienes ocupan uno de los dos lados. La metáfora está servida. Panamá la representa y el mundo debe interpreta­rla.

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 ?? FLAVIA COMPANY ?? Esclusa de Miraflores­Los cargueros suelen cruzar el canal en dos turnos, por la mañana, del Pacífico al Atlántico; por la tarde, al revés
FLAVIA COMPANY Esclusa de Miraflores­Los cargueros suelen cruzar el canal en dos turnos, por la mañana, del Pacífico al Atlántico; por la tarde, al revés
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 ?? FLAVIA COMPANY ?? Contrastes­Panorámica de los rascacielo­s de Ciudad de Panamá desde lacinta costera. En primer plano, barcas de pescadores tras lafaena del día
FLAVIA COMPANY Contrastes­Panorámica de los rascacielo­s de Ciudad de Panamá desde lacinta costera. En primer plano, barcas de pescadores tras lafaena del día
 ?? FLÀVIA COMPANY ?? Equilibrio precarioUn­a casa del casco antiguo de Ciudad de Panamá habla de los contrastes de los que se alimenta la capital panameña
FLÀVIA COMPANY Equilibrio precarioUn­a casa del casco antiguo de Ciudad de Panamá habla de los contrastes de los que se alimenta la capital panameña

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