Compañeros inesperados
José y María contestaron enseguida al correo que les envié por consejo de su amiga Ivonne, que, tras leer un libro mío, fue a buscar información en internet y se encontró con mi blog, en donde supo que me iba a dar la vuelta al mundo y que solicitaba alojamiento a quien pudiera ofrecérmelo para seguir trabajando en mi nueva novela y, a cambio, incluiría sus nombres en los agradecimientos.
Me ofrecieron su casa, junto a la selva, en Ciudad del Saber. Tres semanas. Para mí sola. Me advirtieron que la única condición era que cuidase a Limón, su perro, ya que no podían llevárselo de viaje. Me encantó la idea –adoro a los animales–, aunque todavía no podía imaginar hasta qué punto la compañía de Limón iba a influirme. Escribir a su lado. Pasear con él mañana y tarde. Protegerlo de las tormentas eléctricas que nos caían a diario y que a él tanto miedo le dan y que a mí tanto me gustan. Ver juntos alguna película. Y digo juntos porque Limón no se ha separado de mí. Ni yo de él. Tanto es así que al llegar al final de mi estancia en la casa me di cuenta de cuánto iba a echarlo de menos. El latir del corazón, la temperatura del cuerpo, compartir. Las miradas. Las risas. La búsqueda de un lenguaje común. La comunicación con la vida, con lo vivo. Ese hilo invisible que une al ser con el ser.
Limón me hizo darme cuenta de la cantidad de silencio que implica una ruta tan larga en solitario. Y si algo he estado echando de menos es hacer música. Así que me he comprado un ukelele. ¿Y saben qué nombre le he puesto? Estoy segura de que lo adivinan. En la próxima entrega, que ya será desde Colombia, comprobamos si han acertado.