Justicia en la platea
Catalunya, tierra de festivales. La variedad de oferta permite adaptar la demanda, aunque existen desajustes. Por ejemplo: cuando en un festival aparentemente adulto –de los que implican una inversión de más de 100 euros y una etiqueta informal de camisa de lino, coche híbrido, teletac, iPhone y sandalia posgrecorromana–, hay espectadores que sufren una juvenil regresión hacia la espontaneidad. Tengamos en cuenta que muchos de estos festivales llevan meses programados. Y que el cliente ha invertido dinero e ilusión con mucha antelación, imaginando el momento en el que se reencontrará con su artista o grupo preferido. A menudo el artista y el espectador han envejecido en paralelo. De hecho, el concierto es un acto de justicia retrospectiva: el artista rememora sus viejos éxitos con lo que le queda de voz y carisma. Y el espectador encuentra por fin un modo civilizado de ver a su ídolo sin sufrir las carencias presupuestarias de la juventud. ¿El pacto no escrito? Que ambos, artista y espectador, sospechen que comparten una privilegiada decadencia.
Hasta aquí, todo perfecto. Pero entonces, en plena comunión con el paisaje
El madurito/madurita de turno decide levantarse, expropiar todo el campo visual y mover la cintura
bucólico, justo cuando el artista empieza a interpretar la canción que el espectador disciplinado definiría como “de nuestra vida” (de modo que no tenga que cantarla del todo porque el público ya la tarareará con defectuoso entusiasmo), entonces los espectadores de la fila de delante, que han sido situados en una silla y deberían entender lo que eso significa, deciden levantarse y, megamóvil en mano, inmortalizar el momento. Y la escena, que el cliente disciplinado, que permanece sentado aceptando la funcionalidad anatómica del concepto silla, tanto había ansiado para almacenar delicadamente en su memoria, queda saboteada para siempre. Y en los tres minutos que él había soñado como cumbre sentimental de una pasión leal, la magia se esfuma. ¿Por qué? Pues porque al madurito/madurita de turno le ha dado por levantarse, expropiar todo el campo visual, mover la cintura con patética movilidad y dar palmas con la arritmia de quien no ha sido genéticamente dotado con el don del compás. Miradlos: algunos son abuelos, pero no pueden reprimir el instinto de levantarse y, sin respetar la estoica disciplina del espectador sentado, exhibir el énfasis de un éxtasis que tendrá réplicas igualmente tragicómicas en Facebook o Instagram.
Como autoproclamado portavoz de los espectadores que nunca se levantan cuando se les asigna una silla, reclamo que los festivales organicen el aforo con butacas susceptibles de sufrir estas expansiones exhibicionistas y butacas para gente más emocionalmente fiable y estable. Aunque sea pagando un pequeño suplemento que nos asegure que ningún energúmeno se interpondrá entre nuestro nostálgico campo de visión y el instinto de supervivencia de nuestros ídolos.